Vínculo copiado
Sin embargo, esto no es todo; también me preguntas en tu carta cómo debes proceder para sumir a los hombres en esa tristeza de la que apenas ahora descubres las virtudes
00:04 domingo 7 julio, 2019
Lecturas en voz altaOrugario: acabo de recibir una carta tuya en la que me confiesas haber descubierto esta verdad elemental: que nada hay que lleve a los hombres al pecado tan rápidamente como la tristeza. ¡Pero cómo!, me preguntaba al momento de leerla, ¿apenas está descubriendo mi sobrino el hilo negro, el agua hervida? ¡Claro que nada hay que lleve a los hombres al pecado tan rápidamente como la tristeza! «Cuando quieras que alguien se olvide de Dios y aborrezca la vida que Él le dio, basta con hacerle creer que nada tiene que esperar del futuro». ¿No se halla escrita esta frase en ese precioso manual de instrucciones que puse en tus manos antes de tu partida a la tierra, ese insólito lugar situado entre el cielo y el infierno? Sin embargo, esto no es todo; también me preguntas en tu carta cómo debes proceder para sumir a los hombres en esa tristeza de la que apenas ahora descubres las virtudes. Ahora bien, lo que me preguntas no es nada fácil de responder, sobre todo si piensas que hay tantas formas de tristeza cuantos hombres patean latas en este mundo. No obstante eso, te sugeriré una que, por lo menos a mí, siempre me ha dado excelentes resultados: se trata de hacer que los hombres –y sobre todo los poderosos, los que mandan- hagan de la palabra igualdad una especie de religión o de dogma de fe. Trataré de explicarme mejor. Una vez, un famoso tirano –uno de esos que nacieron y murieron en la vieja Siracusa- envió un mensajero al tirano de otra ciudad para preguntarle: «¿Cómo debo gobernar?». Éste, entonces, llevó al mensajero a un campo de trigo, tomó una hoz entre sus manos y cortó de solo un tajo por la mitad miles de espigas.
-Dile a tu amo que así –respondió el tirano. ¿Qué había querido decir este hombre, este tirano, con semejante gesto? En realidad es muy sencillo: «No permitas que haya en tu campo unas espigas más grandes que otras: ponlas todas al mismo tamaño y trátalas de la misma manera». Te lo diré ahora con palabras propias: nada causa más tristeza, sobre todo a los mejores, que verse tratados con la misma deferencia –o falta de ella- que sus superiores y jefes dispensan a los peores. Es más: ¿quieres que en los grupos humanos, sean éstos de la índole que fueren, empiece a reinar el desánimo? Haz entonces que sean los mediocres quienes lleven en todo la voz cantante; haz que los jefes sientan celos de sus mejores subordinados y los traten incluso con alguna rudeza. ¿Aquel, por ejemplo, es un maestro excepcional, un genio de la pedagogía? Si es así, entonces debes vigilar muy bien para que su jefe le tome cierta antipatía y no cometa el error de destinarlo a impartir lecciones. ¡Éste sería un fallo táctico imperdonable! Persuádelo de que lo ponga, más bien, justo allí donde sus talentos pasen desapercibidos: en una oficina administrativa, por ejemplo, o en otro lugar donde su vida se reduzca a recibir cartas y a responderlas. Y si alguien le reprochara algo al jefe por semejante proceder, él siempre podrá responder de la siguiente manera: «Después de todo, no se me puede pedir a mí, que gobierno a miles, que me ensimisme en las cualidades de uno solo. Además, las necesidades del sistema exigen esos pequeños sacrificios que»… Por lo demás, el jefe no debería preocuparse demasiado, pues nadie le pedirá tales explicaciones, ya que es bien sabido que los hombres sólo piensan en sí mismos. ¿Aquel otro se expresa bastante bien y es, diríamos, un líder nato? Bien, haz de cuidar que no se le dé tiempo para hacer lo que prefiere y sea nombrado, en cambio, presidente de algún consejo, de modo que el exceso de juntas y reuniones inhiba cualquier tipo de iniciativas o impulsos creadores. Igualdad, igualdad: que éste sea el lema imperante en la organización. Pues, ¿no has reparado, sobrino, que la palabra igualdad es, en cierto sentido, una palabra mágica? Las multitudes darían la vida por ella, como bien se ha encargado de demostrarlo la historia. Y, ante todo, no esperes que un hombre de cierto talento pueda llegar a decir a alguien alguna vez: «Todos somos iguales». Esto nunca lo dirá el genio, pero lo dirá siempre, y a cada paso, el menos dotado. Es siempre el plebeyo quien gritará al noble: «¡Todos somos iguales!», y no porque en el fondo se lo crea, sino porque a fuerza de repetirlo quisiera creer que las cosas son de veras así. Qohelet, ese sabio desengañado, lo expresó de una manera brillante: «He aquí la vanidad que se ejecuta bajo el sol: que hay justos a los que se trata como conviene a los malvados, y malvados a los que se trata como convendría a los justos» (8,14). ¿Y qué quieren los buenos: que se les trate con honores? ¡Pamplinas, a ésos no hay que darles nada, y, si me permites la expresión, hasta habría que mandarlos al diablo! A los talentosos hay que tratarlos como a fracasados, y a los imbéciles hay que coronarlos con laureles y aplaudirles todas sus tonterías. En Los endemoniados (una novela del novelista Fedor Dostoievsky, que releo a menudo) aparece un personaje, un tal Verjovensky, que sabiamente habla así: «Cada cual pertenece a todos y todos pertenecen a nadie. Todos los hombres son esclavos e iguales en la esclavitud; en casos extremos se puede usar la calumnia y el asesinato, pero lo importante es que todos sean iguales. En primer lugar se rebajará el nivel de la instrucción, de las ciencias y de los talentos. El alto nivel no es accesible más que a los talentosos, así que nadie con talento. Los hombres de talento conquistan siempre el poder. Habrá, pues, que eliminarlos o matarlos. Cicerón tendrá la lengua cerrada, Copérnico tendrá los ojos vendados, Shakespeare será lapidado». ¡Ah, deberás leer una y otra vez esta novela! Pero, de cualquier manera, te lo repito: para desanimar a los miembros de una comunidad basta con que los mejores sean ignorados, pues éstos, a la postre, acabarán desesperándose y echándolo todo por la borda, como se dice. Pero, ¿qué importa? ¿No es esto lo que en el fondo queremos tú y yo?