Vínculo copiado
#ESNOTICIA
#ESNOTICIA
¿Qué había querido decirle el viejo a su joven amigo al contarle semejante historia? ¿Que la muchacha por la que suspiraba no le convenía?, ¿que esa relación asimétrica, desigual, lo haría sufrir?
00:04 domingo 24 junio, 2018
Lecturas en voz alta«Una vez, un rey hizo una fiesta e invitó a ella a las mujeres más hermosas del reino. Un soldado que hacía guardia aquella noche vio pasar a la hija del rey, que era la más hermosa de todas, y quedó prendado al instante de su belleza. Mala cosa, pues ¿qué podía esperar un pobre soldado a cambio de su amor? ¡Si se hubiera enamorado de otra! Pero no, tuvo que enamorarse precisamente de la más inaccesible. Aún así, esa misma noche logró acercársele y le dijo entre suspiros y lágrimas que no podía vivir sin ella. La princesa, que quedó impresionada de su gallardía, le respondió: “Si sabes esperar cien días y cien noches de pie bajo mi balcón, el último día me casaré contigo. »Alentado por tales palabras, el soldado se puso a esperar. Un día, y dos, y diez, y veinte. Y cada noche la princesa se asomaba al balcón para comprobar que su amador perseveraba, mientras éste estaba siempre ahí, derecho, en su puesto. Lluvia, viento, nieve: nada lo movía. Los pájaros lo ensuciaban, las abejas lo picaban, pero él continuaba sin moverse. Al cabo de noventa noches se había puesto seco, pálido. Y le brotaban lágrimas de los ojos. Y no podía detenerlas. Ya no tenía fuerzas ni para dormir. Y, mientras tanto, la princesa lo espiaba. »Y cuando llegó la noche número noventa y nueve, el soldado se levantó, tomó su silla y se fue.
»-¿Por qué se fue? ¿Tenía que irse justo el último día?
»-Sí, justo el último día. Y no me preguntes la razón, Totò, porque no la sé».
El lector habrá adivinado ya, con toda seguridad, de dónde he tomado yo esta historia para referirla aquí; lo sabrá, sí, porque me parece imposible que no haya visto por lo menos una vez en su vida Nuovo Cinema Paradiso, la película de Giuseppe Tornatore, el famoso director italiano, y si la vio una vez no creo que haya podido olvidarla; pero, por si las dudas, me permito recordarle que esta historia fue contada por el viejo Alfredo a Salvatore (Totò) el día en que éste le confesó hallarse perdidamente enamorado de la hija de un rico banquero de su ciudad. ¿Qué había querido decirle el viejo a su joven amigo al contarle semejante historia? ¿Que la muchacha por la que suspiraba no le convenía?, ¿que esa relación asimétrica, desigual, lo haría sufrir?, ¿que las mujeres son siempre caprichosas?, ¿que lo son casi por naturaleza? No lo sabemos; y, sin embargo, hay que reconocer que se trataba, en efecto, de una extraña historia de amor. ¿Por qué el soldado había decidido renunciar al amor de la princesa precisamente el último día? Aunque Alfredo guarda silencio en torno a esta difícil cuestión, creo adivinarlo: el amor es otra cosa que un juego de obstáculos; éste se da sin pedir nada a cambio y sobre todo sin tender trampas. Si la princesa amaba al soldado, lo amaría desde el primer día, y si no lo amaba, no lo amaría ni aún después del centésimo. ¿No se apenaba la princesa desde su balcón viendo sufrir a aquel soldado, no se enterneció ni por un instante al verlo triste, macilento y temblando en la intemperie? El hombre había perdido el color, el habla, la alegría; ahora bien, ¿nada de esto significaba nada? ¿Es que, más bien, quería verlo muerto de amor por ella? Pero, al parecer, no: nada de esto le importaba: ella únicamente quería saber hasta donde podía dar de sí una paciencia humana. Y cuando llegó la noche número noventa y nueve, el soldado se levantó, tomó su silla y se fue. ¿Justo en la última noche? Sí. Cuando uno escucha el desenlace de la historia casi se siente impulsado a gritar: «¡Qué lástima! ¿Por qué no se esperó el soldado un poco más? ¿Por qué no aguantó hasta el final? ¡Ay, estaba ya tan cerca de conseguir el trofeo!», pero quien así grita no ha logrado entender de qué va la cosa precisamente. En realidad, el soldado hizo bien en tomar su silla y marcharse a llorar de pena a otro lugar. Ya encontraría después a alguien que entendiera el amor de otra manera y uniera su silla a la de él para no dejar perder cien días valiosos e irrepetibles. Es una lástima que el soldado haya hecho lo que hizo, pero de cualquier manera estuvo bien así. ¡Allá que se quede la princesa con sus balcones, sus condiciones y sus pruebas! He aquí otra historia, parecida a la anterior: un día, en tiempos del rey Francisco I de Francia, una mujer que era pretendida por cierto capitán de la guardia escocesa arrojó uno de sus guantes a una jaula llena de fieras, pues quería demostrar a sus amistades en cuán alto grado era amada por el militar. Una vez que hubo echado el guante, dijo a su pretendiente en presencia de todos: «Si de veras me ama, tráigame acá esa prenda». El capitán se enrolló su capa en el antebrazo, entró en la jaula armado con un puñal y entabló con los leones una lucha feroz –sí, al parecer eran leones-. Por último, salió de la jaula con el guante en la mano, se lo arrojó en la cara a la dama y se retiró de su presencia para no volver a verla nunca más. Y de este modo la dama perdió a su enamorado para siempre. ¡Menos mal! ¿Qué hay que pensar de aquellos que andan siempre pidiendo pruebas a los que los aman: pruebas como éstas o de otro tipo (me refiero, claro está, a ésas que ya se imaginará el lector por poco malicioso que sea)? Digámoslo brevemente: que sencillamente lo han echado todo a perder… El afecto es una de esas cosas que no pueden demostrarse; hasta ahora, por lo que sé, no existe ninguna prueba de la existencia del amor que lo haga a uno sentirse un poco más seguro. Es por eso que preguntaba el filósofo francés André Comte-Sponville: «¿Qué felicidad hay que no esté amenazada? ¿Qué amor que no esté temblando?». Pues bien, sí, es necesario aceptar de antemano esta naturaleza temblorosa del amor o no amar en absoluto; es necesario confiar en la persona que se ama o irnos con nuestra música a otra parte. No hay nada que probar: o uno confía o simplemente no ama. ¡Las cosas son así! ¿Y qué podríamos hacer para cambiarlas?