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¿No es verdad que hay fotografías en las que sinceramente no nos reconocemos? Aunque las veamos desde todos los ángulos, no logramos salir de nuestra perplejidad. ¿Somos realmente nosotros?
22:46 sábado 11 noviembre, 2017
Lecturas en voz alta¿No es verdad que hay fotografías en las que sinceramente no nos reconocemos? Aunque las veamos desde todos los ángulos, no logramos salir de nuestra perplejidad. ¿Somos realmente nosotros? Pareciera que se trata más bien de extraterrestres venidos de algún planeta desconocido y extraño. ¡Y pensar que habíamos ido al centro de revelado a recogerlas con anticipada emoción! «En ésta salí demasiado moreno –decimos al repasarlas con ansiedad y algo de decepción-, en aquella con demasiados cachetes, y en esta otra más gordo de lo que dice la báscula que estoy. ¡Dios mío! ¿Tal mal, entonces me ha tratado la vida?». Y cuando alguien nos pide que se las mostremos, ¡con qué artificios retóricos queremos convencerlo de que la experiencia no vale la pena! Y cuando ya las tienen en sus manos, ¡con qué brusquedad se las arrebatamos! «¡Vengan acá esas fotos!».
Es que el espejo nos tenía acostumbrados a otra imagen, a una imagen, digámoslo así, mucho más benévola. Pero resulta que esta fotografía –esta, precisamente- ha venido a dar al traste con todo. «No pensé que tuviera las entradas capilares tan grandes, que estuviera tan chato y tan pelón», gemimos desconsolados. Y rechazamos la fotografía, la rechazamos con vehemencia, diciendo: «¡Pues éste no soy yo!». Según nosotros, hay en ella algo que falta o algo que sobra, algo que quitó o no hizo ver suficientemente la luz al impresionar el negativo. Nos sentimos como agraviados por la luz. Los amigos nos dicen con cierto sadismo: «¿A quién pretendes engañar?¡Claro que eres tú, mírate bien!». Y nosotros: «¡Que no, que no, que no soy yo!». Y todos tenemos razón: ellos por afirmar la identidad entre nosotros y el sujeto retratado, y nosotros por afirmar que, aun cuando seamos los mismos que aparecemos allí, es en realidad como si no lo fuéramos. Nuestra indignación es justa. Una fotografía, por ser la imagen de un momento de la vida –imagen determinada por mil circunstancias- no es nunca capaz de dar razón de nuestro misterio personal, de nuestro rostro verdadero. ¿No es verdad que se habla de fotogenia para referirse a ese extraño fenómeno que hace que algunos siempre salgan bien en las fotos, y de falta de ella para referirse a lo que siempre salen mal? Que una fotografía no retrata nunca la imagen real de los sujetos puede probarse mediante la siguiente experiencia: seres que en una fotografía nos parecieron excepcionales, ya en la vida nos parecen de lo más ordinarios, mientras que quienes en una fotografía no destacaron gran cosa, en la vida cotidiana nos parecen como rodeados de una aura que no sé si llamar misteriosa o simplemente mágica. No, la fotografía no dice lo esencial, no desvela el enigma. En una novela de Heinrich Böll (1917-1985), El pan de los años mozos, hay una página bellísima acerca de la fotografía y sus engaños que me permitiré citar; en ella está hablando el protagonista de la historia, un tal Walter Fendrich, y dice así: «Pensé en la indignación que sentí cuando estuve un invierno en los Alpes con mis padres. Mi padre había fotografiado a mi madre ante un fondo de cumbres nevadas; ella tenía el pelo oscuro y llevaba un abrigo claro. Yo estaba al lado de papá cuando éste sacaba la foto; todo era blanco, excepto el pelo de mamá… Pero en casa, cuando papá me enseñó el negativo, parecía como si una negra de pelo blanco estuviera situada ante enormes montones de carbón. Yo me indigné, y no me satisfizo la explicación química, que no era nada complicada. Siempre creí, y así lo seguía creyendo hasta entonces, que unas cuantas fórmulas químicas, con soluciones y sales, no bastaban para explicar el fenómeno. Más tarde, para tranquilizarme, papá fotografió a mamá con un abrigo negro ante unos montones de carbón en las afueras de nuestra ciudad; después, en el negativo, vi a una negra de pelo blanco ante unas enormes montañas nevadas; sólo quedaba oscuro lo que era claro en la persona de mamá: su cara. En cambio su abrigo negro y los montones de carbón aparecían tan claros, tan resplandecientes, como si mamá estuviese sonriendo en medio de la nieve. No fue menor mi indignación tras esta segunda fotografía; desde entonces jamás me interesaron las pruebas fotográficas, siempre me pareció que no había por qué hacer copias de fotos». ¡Sí, no hay para qué hacerlas: son tan engañosas! Ya sé que los fabricantes de cámaras estarán en franco desacuerdo conmigo. Pero, ¿y qué? Su enojo no cambia las cosas. Y concluye así la experiencia de Walter Fendrich: «Mi padre, entonces, intentó calmarme diciéndome que sólo había una copia buena de todo aquello y que estaba en una cámara oscura desconocida por nosotros: la memoria de Dios». Sólo en la memoria de Dios, en sus ojos, estamos como somos en realidad. Allí no hay fotogenia ni falta de ella: allí existimos en nuestra más pura verdad. ¡Que se alegren, pues, los que se tienen por feos! ¡Qué se entristezcan los bellos según las cámaras de este mundo, esos que sólo brillan gracias a la luz artificial!
Y, por lo demás, ¿no lo había dicho ya el Principito? «Lo esencial es invisible a los ojos».