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#ESNOTICIA
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A los jóvenes de hoy los veo cansados, ojerosos, deprimidos y solos. Sobre todo solos.
00:03 domingo 26 agosto, 2018
Lecturas en voz altaCuando te veo llegar de la escuela, ya en casa, hago siempre un ejercicio de imaginación y trato de adivinar hacia dónde dirigirás tus primeros pasos. ¿A saludar a tu papá?, ¿a darle un beso a tu mamá? No: irás corriendo a la computadora; la encenderás con un solo golpe enérgico y entonces, sólo entonces, anunciarás en voz alta tu llegada. No dirás nada acerca de ti, o de cómo te fue hoy por la mañana en la clase de química; para ti, en la escuela no pasa nada, no pasa nunca nada: tal es el motivo por el que, en casa, ni siquiera hablas de ella: es, para decirlo ya, un mal que ni siquiera juzgas necesario. Llegas invariablemente a las doy media de la tarde, enciendes la computadora y a las once de la noche todavía estarás allí, haciendo como que consultas algo en Internet, aunque en realidad bajando videos, entrando a sitios nuevos y desconocidos y chateando con tus amigos. Esto sucede exactamente así de lunes a viernes; de los sábados y los domingos prefiero no hablar, pues tus sesiones ciberespaciales comienzan desde mucho antes, casi desde que amanece. ¿Es que no te aburre hacer siempre lo mismo, no te cansa? A los jóvenes de hoy los veo cansados, ojerosos, deprimidos y solos. Sobre todo solos. Cada vez hablan menos entre ellos y, si lo hacen, es sólo a través de aparatos que ocultan los rostros y evitan las miradas. Antes, cuando los de la generación pasada, veíamos llegar a nuestra casa a un visitante, por desconocido que fuera, debíamos saludarlo en el acto estrechándole la mano o deseándole buenos días: nuestros padres nos obligaban a ello. Hoy ya no suele suceder así, y cuando los mayores llegamos a una casa, los de tu edad apenas si se dignan a mirarnos: una ráfaga de viento entrando por la ventana los habría sin duda sorprendido más. Pero no, no quiero hablarte de esto, sino del entusiasmo, esa virtud que los jóvenes de hoy cada vez aprecian menos y que tanta falta les hace. «Pero, ¿qué es el entusiasmo?», me preguntarás. Es la virtud que nos impele a hacer las cosas con alegría, a fondo, y poniendo en ello el alma entera. He visto caminar a los amigos que llevas a tu casa, y pareciera que ya caminar es para ellos una actividad que excede con mucho la posibilidad de sus fuerzas: ora se inclinan ante un peso invisible como jorobados, ora va una de sus piernas pidiéndole permiso a la otra para adelantársele.
La postura de nuestro cuerpo dice mucho de nosotros mismos; por eso, a los jóvenes de su tiempo, un autor de mediados de siglo llamado Romano Guardini (1885-1968) los invitaba en uno de sus libros a realizar el siguiente ejercicio: «Mantener el cuerpo erguido: la cabeza elevada, la frente abierta a la luz, los hombros hacia atrás; al andar, mover con naturalidad los pies y no apoyarse sin necesidad al estar sentado». Y esto para que el alma se irguiera también y apareciera a los ojos del mundo un poco menos cansada, tal vez un poquitín menos triste. Otro vicio de los jóvenes: hacer las cosas sin convicción y como a regañadientes. La computadora –quiero decir, la tecnología en general- los ha vuelto conformistas además de ensimismados. Conformistas, sí, pues cada vez son menos las cosas que puedan sorprenderlos. ¡Hemos agotado, y ustedes los primeros, nuestras reservas naturales de estupor! Si hoy mismo, por ejemplo, se diera la noticia de que a partir de mañana los autos volarán, en una semana nos habríamos acostumbrado ya a que los autos vuelen y estaríamos psicológicamente listos para pasar de una vez por todas a otra cosa. La palabra ambición –a menos que se entienda por ella la sed apasionada de dinero- ha sido borrada de los diccionarios juveniles desde hace ya muchos, muchos años. Y, sin embargo, es necesario soñar, desear y apuntar alto, pues vivir significa esto: hacer realidad unos cuantos sueños, y si no muchos por lo menos uno o dos. Lo peor que puede sucederte es que ya no desees nada y te dediques a vivir la vida como viene y sin atreverte a enriquecerla con los sueños de tu imaginación. Los sabios de la antigüedad y del presente están de acuerdo en esto: cuando se deja de soñar y de querer, la vida ha terminado. Georges Herbert, por ejemplo, decía: «Alcanza más alto el que apunta a la luna que el que dispara a un árbol». Otro autor del que no diré el nombre porque no creo que te diga nada, decía también: «El que dispara al sol del mediodía es indudable que no dará en el blanco; sin embargo, es también indudable que alcanzará mayor altura que quien apunta a un arbusto». Sólo para que veas que no se trata de ocurrencias aisladas, sino que hay en esto mucho de verdad, me atreveré a transcribir para ti un último pensamiento, tomado ahora de uno de los libros de un filósofo francés llamado Gustave Thibon (1903-2001): «Hay que partir de lo absoluto con el pensamiento para realizar lo relativo en la acción. El que, al partir, tan sólo cree en lo relativo, vendrá a parar prácticamente en la nada... El ideal juega el papel del alza: todo el que ha manejado armas de fuego sabe que para tirar lejos sobre la tierra, hay que apuntar alto hacia el cielo». Apuntar alto. A esto es a lo que yo llamo ambición y entusiasmo. Ojalá puedas apuntar alto en cielo para que tu tiro llegue lejos en la tierra. ¡No te conformes, no te quedes sentado todo el día ante una pantalla que, en el fondo, no hace más que robarte el tiempo y quitarte la vida! Levántate, ponte en movimiento, sonríe: hay una vida que vivir y muchas cosas por hacer. ¿Cómo decirte que es necesario imaginar? ¿Cómo hacerte ver que sólo recibimos en la medida en que esperamos; que sólo conseguimos en la medida en que soñamos? «El hombre sin deseos es un cadáver que piensa», dijo una vez el dramaturgo francés H. R. Lenormand. Apunta alto en el cielo. Sí, es posible que tu tiro no alcance las nubes: ya lo sabes, existe la gravedad, esa fuerza misteriosa que tira a las cosas de los pies y les impide volar; pero, aun cuando las nubes se burlen de ti, tu tiro llegará lejos en el horizonte. ¿Y no es eso lo único que importa?