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Las mejores páginas acerca de la pobreza que existen en el mundo acaso hayan sido escritas por Léon Bloy, ese mendigo que nunca se resignó a serlo y para quien ser pobre era el peor de los pecados
22:04 sábado 16 junio, 2018
Lecturas en voz altaLeo en el Diario de Léon Bloy (31 de mayo de 1895) este episodio que me hace bajar la cabeza y enmudecer de emoción: «Horrible miseria…No hace mucho, Veronique, mi hija, viéndome muy triste, se acerca a mí, me coge por el cuello y, con extrema ternura, me dice: “Papito querido, no llores, yo te daré algo”. Y la pobre niña busca, entre sus juguetes, algo que ofrecerme… ¿Hay algo más desgarrador que la compasión del que no tiene nada y quiere, sin embargo, dar algo?». Las mejores páginas acerca de la pobreza que existen en el mundo acaso hayan sido escritas por Léon Bloy, ese mendigo que nunca se resignó a serlo y para quien ser pobre era el peor de los pecados. «La pobreza –escribió una vez- es el más enorme de los crímenes y el único que ninguna circunstancia sabría atenuar a los ojos de un juez equitativo… El oprobio de la miseria es absolutamente indefendible porque es, en el fondo, la única deshonra y el único pecado. Es una culpa tan desmesurada que Dios Nuestro Señor la ha escogido como suya cuando se ha hecho hombre para asumirlo todo». ¿Pecado la pobreza? Sí, porque nos impide dar, y no dar es un mal, es el único mal de que puede ser acusado un hombre. El pobre, a causa de su pobreza, es egoísta y, si se descuida, puede llegar incluso a convertirse en criminal. «La pobreza voluntaria –escribe Bloy en El desesperado, otro de sus libros- es aún un lujo y, en consecuencia, no es la verdadera pobreza que todo hombre aborrece. Ciertamente, se puede llegar a ser pobre, pero a condición de que la voluntad no intervenga en ello. La pobreza verdadera es involuntaria y su esencia consiste en no poder ser deseada. El cristianismo ha realizado el mayor milagro ayudando a los hombres a soportarla con la promesa de compensaciones infinitas. Pero si no hay estas compensaciones, ¡al diablo todo!». Si alguien habló de lo inhumano que es ser pobre, ése fue sin duda Léon Bloy (1846-1917), el padre espiritual de Jacques Maritain y de muchos otros católicos ilustres de principios del siglo XX. Eterno fustigador de un cristianismo hecho a la medida de los poderosos, despiadado en su cólera, feroz en sus invectivas, nadie se apiadó nunca de él y tuvo que vivir la vida literalmente mendigando. «¡Malhaya el que no ha mendigado! –escribió un día para tratar de consolarse-. No hay nada más grande que mendigar. Dios mendiga, los ángeles mendigan. Los reyes, los profetas y los santos mendigan. Los muertos mendigan. Todo lo que está en la Gloria y en la Luz mendiga. ¿Por qué no querrán que yo me enorgullezca de haber sido un mendigo, y, sobre todo, un mendigo ingrato?». Ni sus libros, ni sus panfletos, ni sus artículos lo sacaron nunca de pobre, pese a que era leído con avidez tanto por sus amigos como por sus enemigos: por los primeros, para admirar el radicalismo extremado de su fe, y por los segundos para tener algo que comentar en su próxima reunión. Un gran estudioso de la literatura dijo hace poco que Léon Bloy fue el único escritor de su tiempo que utilizó casi todas las palabras contenidas en el diccionario; por lo tanto, que había sido el escritor estilísticamente más rico de su generación. ¡Claro, claro, lo creemos! Cuando no se tiene miedo de ofender, cuando no se quiere ya halagar, es natural que el lenguaje sea más libre, más desenfadado y más desenvuelto. ¡Cuando se ha renunciado incluso a la autocensura, es natural que se utilicen todas las palabras! Pero prosigamos. Tardes enteras se le iban a Bloy tocando puertas en busca de 20 francos que le permitieran dar de comer a su hija y a su mujer. Y una tarde en que había tocado en vano innumerables timbres y ventanas, llegó a su casa llorando y se sentó, vencido, en un sillón. Su hija Veronique lo vio, sintió una enorme pena por ese profeta que clamaba en el desierto, se puso a rebuscar entre sus pocos juguetes y le tendió uno con su manecita derecha. No sabemos qué juguete era porque Bloy no nos lo dice, pero aquel gesto de la niña lo resucitó. La hija no tenía dinero, pero tenía unos cuantos juguetes, acaso tomados de la basura, y eso fue lo que le dio. Porque, sí, el hombre, todo hombre, necesita también alguna vez recibir y no sólo dar. Una concepción demasiado espiritualista del amor nos ha hecho creer que siempre es mejor dar que recibir. Pero no. A veces lo contrario es lo mejor. El que siempre da y nunca recibe acaba casi siempre cansándose. Tal es el motivo por el que Anselm Grün, un famoso autor de libros espirituales, dice a la hora de hablar de la amistad que uno de sus mayores enemigos es el exceso de favores. «Hay personas –escribe- que regalan muchas cosas a sus amigos. Esto lleva a que el amigo sienta que el otro quiere comprar la amistad. Puede, es cierto, reprimir este sentimiento, pero en seguida el sentimiento reprimido se transforma en agresividad y finalmente conduce al endurecimiento. Y un corazón endurecido no puede sentir la amistad». Cuando da sin recibir nunca nada a cambio, el donador se siente tratado injustamente o incluso explotado, y entonces se apodera de él una desgana de vivir de la que nada ni nadie lo podrá curar después. Que esto es de veras así, lo ha dicho también el Papa Benedicto XVI en una de sus encíclicas (Dios es amor): «El hombre no puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre: también desea recibir» (n. 7). Por eso, cuando Léon Bloy vio venir a su hija con aquel juguete inservible entre las manos no pudo menos de esbozar una sonrisa. ¡Ella sabía, esta pobre niña había comprendido el misterio de la vida! ¡Recibir, recibir aunque no sea más que una vez en la vida, aunque no sea más que una palabra afectuosa o un objeto sin valor! Son estos pequeños gestos, inútiles en apariencia, los que nos libran de esa caída en la nada que llamamos desesperación.