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#ESNOTICIA
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Lo que deberían decir desde el primer día de clase los maestros a sus alumnos; y durante los años que resten, ayudarles a ver qué es lo que mejor les sale
00:03 domingo 21 octubre, 2018
Lecturas en voz altaUnos amigos míos tienen un hijo que, como casi todos los adolescentes de
hoy, forma parte de una banda de rock. Él es el solista, según pude enterarme
hace poco, y también toca la guitarra eléctrica, aunque hace tan mal ambas cosas
que da lástima el verlo, y más lástima aún el escucharlo. ¡Qué mal canta el muchacho! Cuando habla, todo está perfectamente bien,
todo camina como sobre ruedas: su voz es clara, melódica y hasta casi diría que
cristalina, mas apenas se pone a cantar lo claro se vuelve oscuro, lo melódico
desordenado y lo cristalino gangoso. Tardes enteras se pasa el muchacho aporreando la guitarra y ensayando
canciones nuevas y estrepitosas que –la verdad sea dicha- a nadie gustan por
ruidosas pero que todos aplauden con emoción y unas cuantas lágrimas en los
ojos. El padre, por ejemplo, está orgullosísimo de él y dice que, cuando tenía la
edad de su hijo, no tocaba la guitarra así de bien. -No, yo no tocaba la guitarra tan bien. Es más, ni siquiera sabía tocar la
guitarra. ¡Estos muchachos de hoy cómo saben cosas, cómo nos aventajan!
Luego mis amigos siguieron diciéndome que los artistas ganaban una
barbaridad y que el muchacho cada día tocaba mejor, lo que les permitía acariciar
algunas esperanzas respecto a su futuro. ¿Pero es que estos inocentes estaban
ciegos, o qué? Mejor dicho, ¿estaban sordos? Lo de su hijo no era música, sino
puro estrépito. -¿Te gusta su música? –le pregunté al papá-. Sé sincero, ¿te gusta o no? ¡Di
la verdad! -Bueno –me respondió-, lo que pasa es que nosotros somos de otra época
y, aunque pueda gustarnos la música de hoy, preferimos que ésta sea ligera: Julieta
Venegas, por ejemplo, o incluso Alaska y Dinarama. -Como grupo, ya no existe Alaska y Dinarama desde hace por lo menos
veinte años –digo yo. -¡Cómo! ¿Ya no existe? ¡Pero si el otro día los oí cantar en la radio!
-Sería, tal vez, en la sección dedicada al recuerdo. Bueno, sí, Alaska sigue
cantando, pero ahora en un grupo, dueto o lo que sea llamado Fangoria.
La mamá del jovenzuelo tomo sobre sí la causa del amor de sus amores y
se entrometió en nuestra conversación para decir que lo que hoy estaba de moda
era que los jóvenes formaran bandas de rock y que no iba a ser ella quien le
quitara a su hijo esa afición tan promisoria como inofensiva. Pero yo pensaba lastimeramente no en la distracción de los muchachos de
hoy, sino en esas tardes largas e irrepetibles que su hijo desaprovechaba en
tonterías cuando hubiera sido necesario ocuparlas en otra cosa. En lugar de aprender un idioma, perfeccionar sus saberes o quizá practicar
algún deporte, el hijo de mis amigos se dedicaba a hacer una cosa de la que no
tenía nada que esperar: esto y no otra cosa es lo que me tenía preocupado. ¡Ah, si
yo hubiera visto en él algún talento musical, aunque sólo fuera en embrión,
habría sido el primero en invitarlo a proseguir! Pero no; de talento no había nada,
nada, por lo menos musical. Mientras hablaba con aquellos padres despistados recordé el pasaje de una
novela de don Benito Pérez Galdós (El amigo Manso) en la que un aprendiz de
poeta va adonde el protagonista de la historia –un hombre serio, catedrático de
Filosofía y de otras materias tan graves como él- para que juzgue unos versos que
acaba de escribir. «Cierto día –cuenta el señor Manso- me trajo el muchacho con gran
misterio unas quintillas; las leí; pero me parecieron tan malas, que le ordené no
volviese a tutear a las Musas en todos los días de su vida. Y que se mantuviera
con ellas en aquel buen término de respeto y cariño que imposibilita la
familiaridad. Le convencí de que no era de la familia (de las Musas, claro está), de
que son cosas muy distintas sentir la belleza y expresarla, y él, sin ofensa de su
amor propio, me prometió no volver a ocuparse de otros versos que los ajenos». Veamos: lo más fácil para este hombre sabio hubiera sido decirle al
aprendiz de poeta: «Bien, bien. Sobre todo, tenga usted ánimo, amigo mío. Para
empezar, esto está perfecto. Siga usted esforzándose y con el tiempo,
seguramente, mejorará, opacando tal vez a los Machado y a los Lorca». Pero nada
de esto dijo, pues veía claramente y desde el principio que no era para hacer de
poeta por lo que Dios había puesto en el mundo a ese joven soñador. Algo así deberían atreverse a hacer mis amigos, pues una cosa es apreciar
la música, y otra muy distinta ejecutarla como se debe. ¿Por qué no se atreverán?
Después de todo, la educación para eso es: para ayudarnos a discernir por dónde
nos quiere la vida y por dónde no; dónde se nos promete algo y dónde nos
esperan sólo fracasos. Si todos, porque nos gusta la música, quisiéramos ponernos a tocarla,
estaríamos perdidos. Que cada uno haga lo que mejor le salga; que se dedique a
lo que mejor pueda: tal tiene que ser, según mi modesta opinión, lo que deberían
decir desde el primer día de clase los maestros a sus alumnos; y después, durante
los años que resten, ayudarles a ver qué es lo que mejor les sale y descubrir con
ellos lo que éstos mejor pueden. «Al que es inclinado a ceñir espada muy mal le sienta la estola –escribió
Fray Antonio de Guevara (1481-1545) en su Menosprecio de corte y alabanza de aldea-, y al que es de natural encogido pecado sería llevarle a palacio. A la que desea
tener marido, muy pesado se le hará el velo negro, y al que es inclinado a picar
piedras en vano le enseñan a afilar navajas. Al que de suyo se le da el tejer,
pecado sería mandarle pintar». ¡Muy bien dicho, señor mío! Y si la escuela nos enseñara sólo eso, con eso
–que no es poco- nos daríamos por bien servidos.