Vínculo copiado
Una vez, un rico mercader llamado Abduhlá, caminando por el desierto, llegó a un oasis. ¡Por fin, después de tantos días de caminata por aquel interminable mar de arena!
22:03 sábado 29 diciembre, 2018
Lecturas en voz altaPuede que esta historia se muy conocida, pero no por eso deja de ser bella: Una vez, un rico mercader llamado Abduhlá, caminando por el desierto, llegó a un oasis. ¡Por fin, después de tantos días de caminata por aquel interminable mar de arena! Se apeó de su cabalgadura, estiró las piernas y ya se dirigía a llenar su cantimplora con el agua de la fuente, cuando vio a lo lejos a un anciano de larga barba blanca excavando en la tierra. Sumamente intrigado, el comerciante se acercó a él y le hizo, una por una, las preguntas siguientes: -¿Se puede saber qué hace ahí? ¿Acaso buscas algún tesoro escondido? ¿O es que no te basta el agua del manantial y te entretienes buscando nuevos pozos?
El viejo se incorporó y, buscando el rostro de su interlocutor, le respondió de esta manera: -No busco nuevos pozos, ni tampoco tesoros, señor. Simplemente siembro higueras.
-¿Higueras? ¿Cómo es eso? –volvió a preguntar el comerciante-. ¿Es que no sabes, anciano, que las higueras tardan mucho en crecer y más todavía en madurar? ¿Es que abrigas, a tu edad, la esperanza de comer sus frutos? ¡Que me ahorquen si eso que estás haciendo no es perder el tiempo! ¡Y te queda tan poco! El anciano no dijo nada. -Respóndeme. ¿Es que piensas vivir el tiempo que media entre la siembra y la cosecha? -Tiene usted razón –dijo el anciano, bajando la cabeza-, nunca comeré yo de los higos de esta higuera, pero otros los comerán después de mí, así como yo he comido hoy de los higos que otros sembraron ayer. El comerciante se quedó pensativo durante unos momentos. ¡Ese hombre, por lo visto, era un sabio! -Hoy he aprendido algo nuevo –dijo el comerciante, cuando por fin pudo salir de su mutismo; y, alargando la mano, añadió-: Toma una moneda de oro en pago por tu enseñanza. El anciano tomó la moneda y dijo con alegría y solemnidad: -¡Ya ve usted! Todavía no he terminado de sembrar y ya estoy cosechando los frutos…
El comerciante volvió a admirarse por aquellas palabras y tornó a ponerse pensativo.
-Buen hombre –dijo-, me acabas de enseñar otra cosa tanto o más importante que la anterior. ¡Toma otra moneda de oro en prueba de mi agradecimiento! El anciano tomó la moneda que le era ofrecida, la segunda, y luego volvió a decir:
-Aún no he terminado de sembrar y ya he cosechado no una, sino dos veces. Cuando me incliné sobre la tierra no pensaba recoger nada y, en cambio, vea usted… -¡Ya, ya, ya! No hables más, anciano, pues de lo contrario me quedaré sin dinero para el camino. Se despidieron cordialmente; el comerciante trepó a su cabalgadura, el anciano volvió a inclinarse sobre la blanda tierra, y colorín colorado. El comerciante hizo bien dando al anciano la primera moneda, pues su enseñanza valía eso y más. En efecto, es necesario pensar en los que vendrán después: todas nuestras desgracias ecológicas tienen su origen en esa malhadada costumbre de no hacerlo casi nunca; en esa incapacidad tan posmoderna de no pensar en el futuro. Sembramos sólo para nosotros, y lo que tengan que hacer los que vengan después a este pobre mundo maltratado nos importa menos que un comino. «Después de mí, el diluvio», decía con cinismo un rey francés, y eso mismo, aunque no queramos reconocerlo, lo decimos también nosotros, o por lo menos lo pensamos. El planeta se sobrecalienta como una plancha vieja, los polos se derriten, cientos de especies animales desaparecen cada año de la faz del planeta, pero esto no parece importarnos gran cosa: no cambiamos nuestros hábitos de consumo, y, al parecer, ni lo cambiaremos. ¡Es tan cómodo vivir así! Sí, después de nosotros, el diluvio. El comerciante hizo bien dando al anciano la segunda moneda de oro, pues su enseñanza valía eso y más. En efecto, sólo cuando no esperamos nada es cuando la vida nos da todo. Sólo porque no ambicionamos cosechar es que tendremos este año cosecha doble. Cristo lo dijo de la siguiente manera: «El que quiera tener su vida para sí, la perderá; pero el que se disponga a perderla, ése la encontrará». El anciano no pensó en sí mismo, y la vida, por eso, lo recompensó con generosidad. La lógica, entonces, parecer ser ésta: tú piensa en los demás y deja que sea Dios quien piense en ti, pues tan pronto como seas tú el que pienses en ti, al punto lo echarás todo a perder. En una novela de Alan Paton (1903-1988), el famoso escritor sudafricano, hay una escena en la que un joven negro, inteligente y espabilado, dice así a su madre en el curso de una conversación: -«¿Qué dice la Biblia? Bienaventurado aquel que no espera nada, pues no se verá defraudado». La madre se queda pensativa unos instantes; luego le responde así:
«-¡Pero la Biblia no dice nada de eso! «-¿Cómo saberlo? Pero incluso en el supuesto de que la Biblia no lo diga, es la verdad de Dios». Santo remedio. Fin de la discusión. Pero concluyamos ya, que se ha hecho tarde. El comerciante hizo bien dejando allí las cosas y trepándose a su cabalgadura, pues con esas dos verdades tenía suficiente para vivir.