Vínculo copiado
El individualista cree –tontamente- que porque el hoyo está debajo de su asiento sólo va ahogarse él. ¡Cómo se equivoca! Ese hoyo que él hace ejerciendo su libertad soberana resulta que afectará a todos los tripulantes
00:04 domingo 18 marzo, 2018
Lecturas en voz altaUn hombre de mediana edad, según leo en la nota roja del periódico, fue alcanzado ayer por el auto que conducía un joven amodorrado; la víctima se debate hoy entre la vida y la muerte en uno de los hospitales de nuestra ciudad. De haber dormido bien nuestro desprevenido conductor, el accidente no se habría producido. Pero, ¿por qué no durmió bien? Aventuremos algunas hipótesis: porque se quedó dormido hasta muy tarde viendo en la televisión su programa favorito; o porque fue a decirle adiós a la soltería de uno de sus compañeros de trabajo; o porque la noche anterior fue a la feria y se desveló platicando, bailando y bebiendo con una señorita de la que pretende algo desde hace ya varios meses. Sea lo que haya sido, el hecho es que el conductor durmió bastante mal –mejor dicho, no durmió-, y ahora resulta que ha atropellado a alguien. Y pregunto: ¿afectaron o no a la pobre víctima los desvelos de este noctámbulo irresponsable? ¡Es claro que lo afectaron, y de qué manera! Pero entremos en el campo de las suposiciones. Si la víctima hubiese sabido lo que iba a pasar con él, ¿se habría atrevido a buscar el número telefónico de su verdugo para alertarlo, o ya al menos para prevenirlo? Supongamos que este hombre hubiera tenido por la tarde una revelación; supongamos, por ejemplo, que se le hubiera aparecido un ángel bueno y que éste le dijera en un tono acongojado: «Cuidado, amigo. Mañana por la mañana sufrirás un accidente; te atropellará con su auto un señor llamado Anselmo Pérez». De haber tenido lugar semejante aviso, premonición o como quiera llamársele, ¿qué habría tenido que hacer nuestra víctima de estar en su sano juicio? Una solución sería no presentarse mañana a trabajar; pero resulta que, si no se presenta, pierde el empleo. ¿No se pondría entonces a buscar a su asesino? Ah, lo buscaría por mar y tierra y, al encontrarlo, se postraría a sus pies para suplicarle: «¡Por el amor de Dios, hoy no se desvele usted! Pase lo que pase, no se desvele usted, pues de que me haga caso o no depende mi vida. ¡Estoy en sus manos, estimado señor! Hágame usted este favor, se lo suplico: hoy duérmase temprano, apague su televisor a una hora razonable y, por lo que más quiera, maneje con precaución mirando siempre a uno y otro lados». Ahora bien, de haber escuchado estas palabras, ¿cómo se imagina usted que habría reaccionado el conductor? Tratemos de imaginarlo. Acaso respondería de esta manera: «¿Pero quién diablos es usted para darme órdenes? Primero identifíquese. ¿A santo de qué se mete usted en mi vida? ¿O es que se ha equivocado de persona? Si es así, discúlpese; pero, si no, ¡váyase usted mucho al carajo!». Tal vez, incluso, habría utilizado palabras de mayor calibre: esas que, por ser mexicano, ya se imaginará el lector. ¿Y luego? Luego este hombre se habría ido a otra parte echando pestes contra los entrometidos. ¡Qué desfachatez: pedirle que maneje con cuidado: como si él no supiera cómo hay que manejar! ¿Cómo se le ocurre? Él se sabe libre y soberano y no va a permitir que ningún gañán venga, como se dice, a girarle órdenes. Pero lo que no sabe es que lo que hoy hace por su propia decisión y gusto repercutirá mañana en la vida de los otros. No lo sabe; es más ni siquiera lo imagina, y mucho menos lo sospecha. Pero, sí: lo que hoy decida hacer repercutirá después en la vida de los demás, lo quiera o no. En realidad, todo lo que hacemos repercute siempre en la vida de los demás. ¡Nuestros destinos están cruzados! «Quien golpea una flor, maltrata una estrella», dijo una vez Plutarco (50-120 d.C.), el viejo biógrafo griego, en un libro que habla, ¡ay!, del ineluctable destino. Iba una vez un grupo de amigos navegando en un lago cuando de pronto uno de ellos empezó a clavar un clavo en el casco de la lancha. -¡Imbécil! –gritaron los demás-, ¿qué es lo que haces? ¿Estás loco?
-¿Que qué hago? –respondió el hombre del martillo-: ya lo ven, estoy clavando un clavo.
-¡Pero es que nos vamos a ahogar!
-¿Y mi derecho a hacer cuanto me venga en gana, dónde queda? Además, señores, el hoyo está debajo de mi asiento. El individualista cree –tontamente- que porque el hoyo está debajo de su asiento sólo va ahogarse él. ¡Cómo se equivoca! Ese hoyo que él hace ejerciendo su libertad soberana resulta que afectará a todos los tripulantes. Y el mundo, por desgracia, está lleno de personas que clavan clavos pensando que son libres para hacerlo mientras se olvidan lindamente de los que viajan en la misma barca. ¡Qué paradójica es nuestra época, que mientras reconoce que las economías están interconectadas –y a ese fenómeno de mutua dependencia lo llamamos globalización-, ignora al mismo tiempo que nuestros destinos personales también lo están! Sin embargo, los antiguos lo sabían: ellos sabían mejor que nosotros que ningún acto, por privado que sea, deja de tener repercusiones sociales e, incluso, universales o cósmicas. Para muestra, he aquí este párrafo tomado de la carta número 48 de Séneca a Lucilio: «No hay acontecimiento en el mundo, favorable o adverso, que pertenezca a cada uno de nosotros por separado. El hecho que a mí me sucede te incumbe a ti; aquel que te sucede, me incumbe a mí, y aquel que nos sucede a los dos acabará, tarde o temprano, incumbiendo a todo el mundo». «Nuestras culpas envenenan el aire que otros respiran... Creo que si Dios nos diese una idea clara de la solidaridad que nos liga los unos a los otros tanto en el bien como en el mal, no podríamos vivir», escribe Georges Bernanos (1888-1948) en su bellísimo Diario de un cura rural. Si usted fuera a ser atropellado hoy en la noche por un borracho que a estas horas de la tarde estuviera descorchando apenas las primeras botellas, y se le dijera quién es y dónde está, ¿lo buscaría? ¿Se sentiría en el derecho de meterse en su vida y decirle algo? ¡Responda usted!