Vínculo copiado
Es la tentación del orgullo, de la vanidad espiritual, a la que Jesucristo, por supuesto, no sucumbió
00:07 domingo 19 septiembre, 2021
Lecturas en voz altaDe las tentaciones sufridas por Cristo en el desierto, la segunda me parece la más insidiosa de las tres por ser al mismo tiempo la más sutil, la más terriblemente espiritual, por decirlo así. La primera de ellas («Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en panes») es demasiado grosera, y la tercera («Todo esto te daré si, postrándote delante de mí, me adoras»), demasiado vulgar. ¿Cómo el que hace crecer el trigo en los campos no va a poder convertir en pan las piedras? ¿Cómo el que hizo la tierra no va a ser ya por eso mismo el dueño y Señor de ella? ¡Ah, pero la segunda tentación, la que San Mateo pone en medio de las dos, esa sí que es diferente! «Entonces el diablo lo llevó a la parte más alta del Templo, y le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, pues está escrito: A sus ángeles enviará para que tu pie no tropiece en piedra alguna”» (Mateo 4,5-6). ¿A qué equivale esto? «Si eres el Hijo de Dios, arrójate, lánzate por los aires, que no va a pasarte nada. ¿Qué te puede pasar a ti si de veras eres el amado del Altísimo? A los que Dios ama no les pasa nunca nada. ¡Anda, tírate! ¡Di al mundo quién eres! Y Dios demostrará que te ama enviando a sus ángeles sobre ti para que la roca no hiera tus huesos. En el momento de caer, el duro piso de convertirá para ti en mullido colchón de plumas. A otros no les digo que lo hagan: seguro que ellos sí revientan. Pero tú, no. A ti no puede pasarte nada. A ti no te pasaría nunca nada de esto».
Es la tentación del orgullo, de la vanidad espiritual, a la que Jesucristo, por supuesto, no sucumbió: «Aléjate de mí, Satanás, porque también está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”» (Mateo 4,7). Cuando algunos meses o años después Jesús anuncia a sus discípulos que será puesto en manos de los judíos y que éstos lo humillarán y lo crucificarán, Pedro trata de consolarlo diciéndole: «¡No lo quiera Dios, Señor! ¡De ninguna manera! ¡Esto no puede sucederte a ti!» (Mateo 16, 22). Pero a Jesús esas palabras le resultan demasiado conocidas –recuerda perfectamente dónde las escuchó, en qué circunstancias-, y, poniéndose a la defensiva, responde a Pedro con estas palabras que a menudo nos parecen duras: «¡Aléjate de mí, Satanás!». Cuando era yo muy joven, siempre que leía este pasaje, me parecía que el Señor era demasiado severo con aquel discípulo impulsivo. ¿Qué había de malo en decirle a Jesús que eso no podía sucederle? ¿No es acaso saludable decirle a alguien que está a punto de marcharse que todo le irá bien en ese país extranjero al que se va, y que no va a pasarle nada malo? ¡Si se trata sólo de un deseo! No obstante, aquel reproche de Jesús me parece ahora más que justificado, pues, si se las observa bien, son las mismas palabras que pronunció el demonio en el desierto: «¡Esto no puede sucederte a ti!». Es una tentación terrible, pues lleva a hacer leer el sufrimiento en clave de lejanía de Dios y, en último instancia, de desamor. Quiere el demonio que Cristo, en la cruz, blasfeme contra el Padre y se aleje afectivamente de Él; quiere que le pregunte en su agonía: «¿Es que no me amas? ¿Por qué, entonces, permites que me suceda esto? ¿Es que me has rechazado y por eso me abandonas?». ¡Qué tentación más insidiosa! Pues bien, también a nosotros nos tienta el demonio cuando nos dice: «Si de veras eres hijo de Dios, esto no puede sucederte a ti». ¿Por qué se accidentó tu hijo, ese niño de veinte años por quien, de haber podido, habrías dado incluso la vida, o cien vidas si las tuvieras? ¿Por qué nació tu hija, como se dice hoy, con capacidades diferentes, cuando tú te hubieras conformado con las mismas capacidades de todo el mundo? ¿Por qué ser diferente cuando se podría ser igual? Si en realidad Dios te amara, si te amara de veras, como dices, esto no te hubiera sucedido a ti». »Eres sacerdote: tu vida es útil y hasta necesaria. Sí, por supuesto, hay quien no te quiere, y hasta quien te hace caricaturas en los periódicos. Pero, ¿y qué? A pesar de todo, te necesitan. ¿Y cómo es que te han diagnosticado esta enfermedad que poco a poco irá quitándote el movimiento? ¿Por qué Dios no se la envió a aquel amargado, tu vecino, que en lo único que piensa es en morirse? ¡En una ocasión, hasta intentó ya suicidarse! Pues bien, el que se morirá, y pronto, serás tú, mientras que él seguirá quejándose cuando ya no estés aquí para escucharlo». »¿Por qué te dejó tu marido para irse con otra? ¿Por qué este cáncer precisamente a ti, que eres más bueno que el pan? ¡Esto no podía, no debía sucederte a ti! ¿Por qué se incendió tu casa y no en cambio la casa de a lado, que es una casa de malísima reputación, en la que entran y de la que salen grandes camionetas negras con vidrios plarizados? ¡Esa casa es la que debió incendiarse y no la tuya! ¿Y por qué te quitaron el trabajo para dárselo a ese patán que no lleva una vida nada ejemplar y que hasta tiene dos mujeres? ¿Será para que le alcance el dinero y pueda darse así ese pequeño lujo? A ti, en cambio, que no te pierdes la misa de los domingos, mira cómo te va. ¿De veras serás el amado del Señor, como dices a tus hijos? A juzgar por lo que te sucede, quizá no lo seas tanto, después de todo. Confiésalo: Dios prefiere a los otros, mientras que tú, en cambio, le desagradas». »Toda tu vida te has esforzado en ser bueno, sirviendo a tu prójimo con cordialidad y abnegación. ¿Cómo es que ahora el médico te ha salido con que estás grave, y muy grave: con un pie en el sepulcro casi?». Antes estas palabras del demonio, el corazón se rebela y dice: «Es verdad, Dios no me ama. Si me amara, habría enviado a sus ángeles para…». Y el mal estará hecho, porque entonces nos habremos alejado afectiva y espiritualmente del único que podría sostenernos en semejante tribulación: nos habremos apartado de Dios, que era –precisamente- lo que quería el enemigo. Lo que quería en aquel desierto palestimo y lo que quiere hoy en el desierto de mi ciudad…