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Ya sé que decir esto no es hacer demasiado honor a Montserrat Roig, pero qué quiere usted, la vida es así
08:21 domingo 1 agosto, 2021
ColaboradoresSólo porque es catalana -como Mercé Rodoreda- he comenzado a leer esta tarde a Montserrat Roig (1946-1991). Ya sé que decir esto no es hacer demasiado honor a Montserrat Roig, pero qué quiere usted, la vida es así. Uno empieza a leer los libros de ciertos autores por las razones más vulgares, entre las que se me ocurren las siguientes cuatro:
1) Porque cierto líder de opinión nos los recomendó vivamente (aunque no estoy muy seguro de que ésta sea una razón de peso, pues –la verdad hay que decirla- uno casi nunca lee los libros que los demás nos recomiendan; 2) o porque nos los encontramos en nuestra casa (sin saber cómo ni cuándo fueron a parar allí) y, a falta de otra cosa que hacer –o de dinero para comprar otros-, nos pusimos a leerlos; 3) o porque nos los prestaron y no pensamos devolverlos («Los libros, dijo alguien una vez, se escriben para venderlos, se compran para tenerlos y se prestan para perderlos»); 4) o, finalmente, porque los encontramos a un precio módico en una librería de usado y no quisimos desaprovechar la ocasión. (¡Los mejores libros que he leído en mi vida los he encontrado precisamente en las canastillas de ofertas! Pienso, por ejemplo, en Cuando silbo…, de Shusaku Endo, y en Alondra, de Deszô Kostolányi). Es verdad que los que escriben y publican quisieran oír hablar de razones más misteriosas, elevadas y pronfundas, pero estoy seguro de que la elección de un autor en vez de otro se debe a motivos tan triviales como los recién citados. Ahora bien, que estos libros acaben gustándonos y elijamos después comprar otros del mismo autor, ya en condiciones -y a precios- normales, esa es otra historia. Por lo que hace a mí, como digo, comencé a leer a Montserrat Roig (1946-1991) porque una de sus novelas se hallaba muy sola en una canastilla de saldos y además echaba de menos en aquel momento ese aire catalán y nostálgico que sólo Mercé Rodoreda sabe hacernos respirar. Advierto inmediatamente que no he terminado de leer La voz melodiosa (la novela de la Roig), y que por tanto me es imposible decir nada acerca de ella, salvo que uno de sus párrafos iniciales me golpeó en lo más vivo, haciéndome cerrar el libro y coger la pluma. La frase de la que hablo es la siguiente: «Con el tiempo, el abuelo supo que la tristeza y la locura empiezan a hacerse compañía». Esta simple frase hizo que casi me ahogara en un mar de preguntas. ¿Es la tristeza una forma de la locura? ¿O es la locura, más bien, una variante de la tristeza? En otras palabras: ¿nos volvemos tristes porque estamos locos, o enloquecemos porque estamos tristes? Aunque hablo como inexperto, creo que hay un punto –un confín, una frontera que los psicólogos no han sabido aún delimitar- en el que la excesiva tristeza acaba en locura; que suceda lo contrario (que la locura se vuelva tristeza), me parece mucho menos probable. No obstante, es verdad: se quiera o no, llega un momento en la vida de las personas en el que «la tristeza y la locura empiezan a hacerse compañía», aunque no se sepa nunca a ciencia cierta cuál de las dos llegó primero, ni cuál llamó a la otra para morar juntas en el mismo corazón y en la misma cabeza. Por si las dudas, hay que defenderse de la tristeza y ponerse a cultivar la alegría. La falta de alegría, en la situación presente, no es sólo una falta de amor a sí mismo, sino un auténtico pecado. En una novela de Sholem Asch (1880-1957), el escritor judío, hay un diálogo en el que se explica por qué es esto así. Moses Silverstein está hablando con un acongojado millonario al punto del infarto y le dice las siguientes –sabias, muy sabias- palabras: «El mayor pecado que un hombre puede cometer contra Dios es el de caer en la tristeza y –que Dios no lo quiera- en la desesperación. Nos han dicho nuestros maestros que es más pecado pensar en el pecado que pecar. Es verdad que hay que arrepentirse y tomar la decisión de no volver a pecar; pero es preciso arrepentirse y olvidar todo el asunto. Porque, si se rinde uno a la melancolía, pierde la alegría de vivir. Y entonces no reconoce la bondad del Eterno, no se siente agradecido por la vida que Él le dio ni por la bondad de que Él le hace objeto todos los días. Se convierte en un Job, que maldijo el día en que nació, y se enoja con Dios por haberlo creado... Dios quiere que aparte su tristeza y se regocije en Su mundo y en Su creación, que se sienta alegre con la luz del sol, con las cosas que crecen, con los frutos del campo. Por eso nos ordenaron los rabinos que nos acordáramos de pronunciar una bendición cada vez que probamos una fruta o que participamos de alguna alegría. Nuestro goce de la vida es en sí mismo una bendición y un agradecimiento que enaltecen a Dios y a su obra». ¿Pecaste gravemente? Arrepiéntete, pide perdón y olvida el asunto. ¿Hay demasiadas cosas que te preocupan? Bien está que te preocupen, pero no demasiado. Déjalas en las manos de Dios y sigue adelante: ¿qué ganarás a fuerza de pensar en ellas? Y, por lo demás, ¿fue Dios quien te trajo a este mundo, o fuiste tú quien le pidió venir? Bien, si fue Él quien te trajo sin tu consentimiento –yo espero que realmente haya sido así, pues no veo otra forma de explicarme tu presencia en la tierra-, entonces no creo que en sus planes esté el dejarte solo. «¡Alégrate!», dijo el ángel a María a modo de saludo. Y como yo no creo que el ángel sea un ingenuo, lo mejor es hacer lo que dijo a María -y, de paso, también a nosotros-.
Alégrate, porque la tristeza y la locura son dos buenas amigas que tarde o temprano acaban siempre por reunirse y hacerse compañía. ¡Ah, son tan solidarias entre ellas, tan íntimas, que nunca están dispuestas a dejarse solas!...