Vínculo copiado
¿Para qué un teléfono celular?», me seguía diciendo a mí mismo como tratando de convencerme. «Hace apenas quince años estos artefactos ni siquiera existían y no por eso se suicidó la gente.
22:20 sábado 5 enero, 2019
ColaboradoresDebo reconocerlo: perdí. Perdí la apuesta que había hecho conmigo mismo de no poseer nunca, pasara lo que pasara, un teléfono celular. «Lo que es a mí, la tecnología no va a domesticarme», me decía repetidamente hace apenas siete años; y luego de decirme esto, tomaba al respecto serias resoluciones. «¿Para qué un teléfono celular?», me seguía diciendo a mí mismo como tratando de convencerme. «Hace apenas quince años estos artefactos ni siquiera existían y no por eso se suicidó la gente. ¿O es que, en aquella época remota, los echábamos de menos? ¡Para nada que los echábamos de menos, y no por eso éramos felices! Esto debería hacerme concluir que, si ayer se podía vivir sin ellos, ahora igualmente podemos». Cuando trataba de persuadirme con tales argumentos, yo estudiaba todavía en Roma, ciudad que me parecía deprimente a causa de los miles de hombres, mujeres y niños que, por estar atentos a los sonidos de su teléfono, descuidaban paisajes, amigos, lecturas y relaciones. Pero llegó el día en que tuve que regresar a México, quiero decir a San Luis Potosí, y entonces empecé a escuchar todo tipo de quejas contra mí por parte de amigos, parientes y conocidos: «Hombre, ¿pero en qué mundo vives?». O bien: «¿Por qué te escondes de nosotros y no te dejas encontrar?». Los tonos eran recriminatorios, y ásperas las modulaciones de la voz. Hasta entonces yo había creído que cargar un teléfono celular era darse a uno mismo demasiada importancia. ¿No era pretencioso creer que los demás se morían por hablar conmigo a cualquier hora del día o de la noche? Pero ahora resultaba que no, que la cosa era exactamente al revés: que no cargar un teléfono de ésos era como darse aires de nobleza y adoptar poses de chocante superioridad. Uno de mis amigos me dijo un día en un tono tan recriminatorio que me eché a temblar: -Claro, claro, los que te buscamos debemos hablar a todos lados para ver si damos contigo, y eso no es justo. ¿De dónde acá esas ínfulas de príncipe medieval que te das? ¡Cómprate ya, por favor, un celular! Entendí lo que pretendía aquella argumentación y cedí ante la fuerza de su retórica; retórica que, por lo demás, es la misma de la sociedad interconectada en que vivimos, y que más o menos se expresa así: «Hoy estamos en la era de la comunicación; por lo tanto, es sumamente necesario para estar a tono con los tiempos que corren no aislarse, no apartarse, sino comunicar. El que se aparta, o es un chiflado, o es un soberbio. ¡Prohibido, pues, darse aires de aristócrata practicando la desconexión! ¡Prohibido bloquear el flujo comunicativo que une permanentemente a los unos con los otros!». No sé si este amigo del que hablo habrá leído a Kevin Kelly, director de Wired, una de las revistas más famosas del mundo digital, aunque no lo creo, pues de haberlo hecho habría descubierto al instante que las palabras de este apologista de la conexión eran bastante parecidas a las suyas: «Fuera de Internet no hay salvación. El que rechaza la gracia que viene del ciberespacio gemirá y rechinará los dientes por toda la eternidad». ¡Cómo lamento haber tomado en serio aquellas recriminaciones! Hoy extraño los días en que podía comer sin que el teléfono me sacara de quicio con sus vibraciones y sus pitidos; hoy, para decirlo de una vez, el que vibra (de angustia, de desesperación) soy yo. ¡Señores, créanme: se acabó la vida privada! ¡Y cuidado con que apagues tu teléfono, porque dentro de una hora sonará dos veces en venganza contra ti por tus instintos tan poco civilizados y hasta ermitaños! -¡Es que no lo encuentro a usted por ningún lado! -me gritaba hace poco una señora que de tenerme enfrente de seguro me habría matado hundiéndome una daga. -¿Pues dónde me buscó? -le pregunté. -¿Dónde? ¡Pero si le he marcado diez mil veces! Ahora ya no es necesario buscar, sino que basta con llamar. ¡Qué fácil, qué sencillo! Y por si esto fuera poco, existe además un demonio –siempre en nuestro celular- llamado buzón de voz, donde la gente te deja mensajes muy parecidos a éste: «Por favor, comuníquese conmigo al 4445667788. ¡Es urgente! Gracias». Y de de este modo, ellos ya no tendrán que hacer una segunda llamada, sino que te dejarán a ti con todo el peso de la responsabilidad. ¡Si no te comunicas, el culpable serás tú, aunque trates de defenderte diciendo que no tenías tiempo-aire para obedecer su mandato! Estar disponibles, constantemente disponibles, 24 horas al día, incluidos sábados y domingos, ¿no es la muerte? Como decía hace poco Paul Soriano, un gran intelectual francés, «hay actividades cuya esencia misma requiere duración y que sólo pueden ejercerse al resguardo de los acontecimientos, es decir, desconectando: leer, escribir, hablar, estudiar, pensar, rezar»… En efecto, ¿cómo es posible realizar cualquiera de estas acciones sacrosantas sin silencio y con el teléfono encendido? Por eso –sigue diciendo Soriano-, una persona y una institución sólo pueden demostrar que están vivas si son capaces de apartarse y de desconectar: «Un test para verificar si una institución está viva –dice- es preguntarse: ¿le piden a usted cuando penetra en ella que apague su teléfono?». Desde que leí este párrafo salvador en un libro titulado Internet, el éxtasis inquietante (libro escrito en coautoría con Alain Finkielkraut) mis sentimientos de culpa han desaparecido y, a veces, hasta me doy el lujo de olvidar adrede mi celular. Y cuando alguien me llena de improperios por mi descuido y mi falta de consideración, yo esbozo una sonrisa como diciendo: «Sí, hombre, ¡qué cabeza la mía! Pero, ¿qué le vamos a hacer? Así soy yo de descuidado». Y emprendo mi caminata por las callejuelas de la vida lanzándome a mí mismo un guiño de complicidad.