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¡Qué silenciosa está mi casa de noche! ¡Y qué llena de misterios! Esta penumbra me recuerda los años de mi niñez en Tamazunchale, cuando, en tardes de tormenta, la luz se iba a la hora del crepúsculo y ya no regresaba sino hasta bien entrado el otro día
22:03 sábado 6 octubre, 2018
Lecturas en voz altaHa habido en mi casa una avería eléctrica y estoy sin luz, sin televisión y sin computadora. La luz elige casi siempre para irse las horas más inoportunas. ¿Por qué no a mediodía?, ¿por qué, en cambio, a las diez de la noche, hora en que más la necesito? Mañana llamaré al electricista, pero sólo hasta mañana. Hoy me acuesto temprano. ¡Qué silenciosa está mi casa de noche! ¡Y qué llena de misterios! Esta penumbra me recuerda los años de mi niñez en Tamazunchale, cuando, en tardes de tormenta, la luz se iba a la hora del crepúsculo y ya no regresaba sino hasta bien entrado el otro día. ¡Y yo que pensaba acabar esta misma noche el capítulo de una obrita que estoy escribiendo! Pues bien, lo más seguro es que no lo acabe. Hoy me acostaré temprano; hoy, por primera vez en muchos años, me iré a la cama a las diez de la noche. En cierto sentido, qué bueno que se haya ido la luz, pues de lo contrario me la pasaría garrapateando papeles y acomodando carpetas hasta después de medianoche, como suelo hacerlo. En realidad, casi podría decir que estoy contento de que se haya ido la luz: es como si a Sísifo, de repente, le hubiese sido quitada la piedra de los hombros y se le concediera, por extrañas razones, un pequeño descanso. Aprovecha, Sísifo: es sólo por hoy que se te concede una tregua. ¡Sólo por hoy! Bendice la ocasión, aprovecha la oportunidad. Hoy me siento como uno de esos hombres del medioevo que respetaban religiosamente los ciclos del día y de la noche, de la luz y de las tinieblas, del trabajo y del descanso, y una paz inconsciente se apodera de mí, una lasitud nostálgica que no sabría describir con exactitud. Una voz interior me dice: «Eso, eso es. Hay una bendición especial para quienes respetan la noche. ¡Bienaventurados los que duermen a sus horas, porque mañana despertarán con nuevos bríos!». ¿Sabía usted, lector, que la media nacional de sueño en el Japón es de sólo 5 horas por día? Esto quiere decir que, por un japonés que duerme las ocho horas que, según se dice, debemos dormir todos, hay otro que sólo duerme dos. Ahora bien, ¿cómo hace este otro para permanecer de pie, para seguir adelante y no caerse? Ah, ya lo sabemos: gracias a esas sustancias prohibidas que nadie ignora cómo se llaman… Sin embargo, para el hombre medieval el día comenzaba con el alba y acababa poco después de la puesta del sol. A este hombre, sabio entre los sabios, ni siquiera se le ocurría trabajar de noche, y aunque se le ocurriera, jamás le habría permitido la sociedad hacer tal cosa. ¡Trabajar de noche era considerado entonces como algo sumamente peligroso! El trabajo nocturno, en el medioevo, estaba incluso penado por la ley. En primer lugar, porque el que trabajaba de noche tenía que hacerlo necesariamente a la luz de las velas; ¿y qué pasaría si por una torpeza o una infeliz una inadvertencia se producía un incendio en su taller mientras sus vecinos dormían? El fuego, entonces, se propagaría con rapidez por toda la ciudad y provocaría innumerables desgracias. Tampoco se trabajaba de noche porque los operarios, alumbrados por la luz deficiente de las candelas, no podían producir sino obras de ínfima calidad: el tejedor ensartaría mal la aguja en el género, y la prenda, así, terminaría siendo igual de cara, pero sin duda menos resistente; el orfebre engarzaría mal la piedra al anillo, y el comerciante manejaría con poca exactitud –y menos escrúpulos- las pesas y las medidas. Y ante semejantes eventualidades, ¿quién terminaría pagando los platos rotos? ¡Claro que el consumidor!, pues es bien sabido que cuando de equivocarnos se trata, los humanos casi siempre lo hacemos a favor nuestro y en contra de los demás. Entonces, y por si las dudas, lo mejor era no trabajar de noche. Otra razón por la que el trabajo nocturno estaba prohibido en aquellos tiempos benditos era ésta: porque daba pie a la competencia desleal y a la explotación de los obreros. La codicia, como sabemos, no tiene límites, y permitirle a un patrón que trabajara de noche era tanto como darle licencia para esclavizar a quienes dependieran de su salario. No, los medievales no eran esos tontos que a menudo aparecen en nuestros manuales de historia. Sólo que ellos tenían una visión comunitaria de la vida que nosotros hemos perdido ya. Ellos sabían que lo que se hace de noche no se hará bien, y que las consecuencias que se produzcan a causa de los desvelos del trabajador tendrá que pagarlas más tarde la ciudad entera. Hoy hacemos como si el mal dormir de los obreros careciera de importancia, y hasta defendemos nuestro derecho a trabajar a la hora que sea. Pero, en el fondo, lo sabemos: los desvelos sistemáticos causan más desgracias en el mundo que los paros cardíacos y los enfisemas pulmonares. Por lo pronto, un amigo mío muy querido aún estaría con vida si no lo hubiera arrollado un auto que era conducido, precisamente, por un trabajador que había doblado turno, como se dice, y que conducía por las avenidas no únicamente amodorrado, sino bien dormido. ¡Y pensar que hay todavía quienes emplean todavía la expresión tiempos bárbaros para referirse a los siglos medievales! ¡Como si los señores que vivieron en aquellas épocas no tuvieran ya nada que enseñarnos! Pero acabemos de una vez con estas digresiones, que van tomando ya la forma de lo interminable. ¿No quedé conmigo mismo que por lo menos hoy me iría a la cama a las diez de la noche? Pues bien, sí, señores: hay una bendición reservada a aquellos que se acuestan temprano: sólo ellos gozarán la dulzura del alba, el frescor del amanecer.
Por eso, bienvenido el apagón. Buenas noches.