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"En este estado no nos es posible orar con la alegría acostumbrada, y una inapetencia espiritual nos invade. Nos fastidian las lecciones santas, nos impide ser pacíficos y afables con nuestros hermanos"
01:54 domingo 1 noviembre, 2020
Lecturas en voz alta¡Ah, la tristeza! «Por todas partes nos acosa –escribe Casiano- a través de mil incidentes y circunstancias diversas. Si le alojamos en nuestra alma, nos aparta en seguida de la contemplación divina, nos despoja de toda pureza y nos derriba, dejándonos a ras de tierra». Así es: el hombre triste es un hombre caído.
«En este estado no nos es posible orar con la alegría acostumbrada, y una inapetencia espiritual nos invade. Nos fastidian las lecciones santas, nos impide ser pacíficos y afables con nuestros hermanos; las mismas ocupaciones y ejercicios espirituales nos parecen desabridos y nos llenan de impaciencia; nos hallamos desprovistos de todo consejo razonable… Diríase que nos hemos convertido en hombres insensatos, faltos de razón y sin criterio. Más: como embriagados por el vino. Nuestro espíritu se hunde, y una desesperación penosísima se cierne sobre nuestro corazón» (Instituciones IX, 1). ¡Dios mío, y pensar que este diagnóstico fue hecho hace 1.600 años! La tristeza nos hace no encontrarle gusto a nada, además de volvernos hombres y mujeres sumamente irritables y antipáticos. ¡La gente triste no es nunca amable! «Del mismo modo –sigue diciendo nuestro autor- que la polilla horada el vestido y la carcoma la madera, así la tristeza corroe el corazón del hombre» (Instituciones IX, 2). Y aún dice más: «La tristeza tiene una sola ventaja: que puede inducir al alma a rectificar su vida y enmendar los vicios; pero la tristeza diabólica es diametralmente opuesta. Ésta es áspera, impaciente, dura, llena de amargor y disgusto, y le caracteriza también una especie de fatal desesperación» (Instituciones IX, 10-11). El hombre triste, para decirlo ya, está siempre celebrando exequias. Nunca una sonrisa, una carcajada abierta, espontánea, liberadora. El pasado lo acongoja, el presente lo deprime y el futuro le causa espanto. No vive la vida, sino que la ve vivir. Cuando alguien le pide que se alegre, ya que, pese a todo, la vida es una fiesta, él responde que es posible que lo sea, pero que en todo caso él no ha recibido invitación alguna para asistir a ella. Su más grata compañía es la soledad. En realidad, no quiere sino una sola cosa: que lo dejen en paz. Cuando lo invitan a salir, él siempre se pone malo: a través de un largo y paciente entrenamiento ha aprendido a convertir su cuerpo en un aliado. Sus seres queridos revolotean cariñosamente a su alrededor, pero él no los nota, y cuando se le mueren ni siquiera hace ver que los extraña. Vive como drogado por esa sustancia mencionada en la Odisea que, según Homero, «una vez mezclada con el vino impedía a quien la bebiese derramar en todo el día una lágrima, incluso aunque hubiese perdido a sus padres o ante ojos hubiera visto caer degollado a un hermano o a un hijo querido». «Es que yo lloro por dentro», dice el melancólico para disculparse a sí mismo. Pero esto no es verdad; la verdad es que su corazón se ha endurecido. Siempre ausente de los demás, siempre apartado de ellos, nada considera suyo, salvo sus enfermedades y reveses; acodado como está en el alféizar de la vida, nada reclama su atención ni su compasión: ya puede descarrilarse un tren ante sus narices que él no se moverá: bastante tiene ya el pobre con sus propias muertes cotidianas. ¿Pecado la tristeza? Sí, porque aleja y aparta. Nada hay más solitario ni más débil que un hombre triste. Todas las tentaciones acechan al hombre cabizbajo. Como es bien sabido, los suicidios no se fraguan en las plazas, sino en los cuartos cerrados bajo siete llaves. Tal es la razón por la que los maestros espirituales de la antigüedad cristiana temían tanto al monje eternamente triste, al religioso siempre apesadumbrado: porque era capaz de todo. Al individuo apesadumbrado pocas cosas lo reclaman, pocas cosas lo atraen. Su mirada no se detiene en nada, pues nada, a fin de cuentas, le interesa. ¿Qué hacer con él? Su situación es peligrosa, pues según Alfred Adler (1870-1937), el gran psicólogo vienés, «los individuos que carecen de eso que llamamos interés social (ese sano interés por cuanto sucede a su alrededor) son los que constituyen los grupos de personas difíciles, criminales, locos y borrachos». Sí, la tristeza acaba por trastornar a quien se entrega a ella. El doctor Claude Miéville, médico jefe de uno de los más importantes centros psiquiátricos de Suiza, hizo una vez la siguiente observación: que, a la larga, la tristeza crónica acaba llevando a la locura. «Creo –escribió en uno de sus libros- que la locura es este corte, esta ruptura con los demás, no sólo con la sociedad, sino con todo: encerrarse en un mundo que se cierra sobre sí mismo». La tristeza no es nunca inofensiva. Pero que los maestros espirituales de la antigüedad cristiana la consideraran un vicio es ya, por paradójico que esto pueda parecer, una buena noticia, pues significa que más que una enfermedad del temperamento o del carácter es un mal hábito de la afectividad o de la voluntad, y que por lo tanto es posible luchar contra ella. Romano Guardini (1885-1968), maestro indiscutible en el complicado arte de vivir y hombre que hubo de luchar toda su vida contra este pecado, da a sus hermanos tristes el siguiente consejo: «Por la noche, al acostarnos, digámonos tranquilos y confiados: mañana viviré alegre. Imaginémonos a nosotros mismos caminar alegres, erguidos a lo largo del día; trabajar, jugar, tratar con la gente con el alma henchida de gozo. “¡Así seré mañana todo el día!”. Digámonos esto varias veces. Es éste un pensamiento creador, que actuará toda la noche en el alma bajito, pero firme, como los duendes de los cuentos».