Vínculo copiado
#ESNOTICIA
#ESNOTICIA
Los días más cansados y más tediosos son sin duda aquellos en los que no pudimos realizar nada de lo que el corazón nos pedía.
22:03 sábado 11 agosto, 2018
Lecturas en voz altaLos días más cansados y más tediosos son sin duda aquellos en los que no pudimos realizar nada de lo que el corazón nos pedía. Estos días los vivimos con la sensación amarga de haber, literalmente, perdido el tiempo. Hemos hecho en ellos cuanto los demás esperaban que hiciéramos y, sí, anduvimos de aquí para allá durante horas y horas, aunque nada de lo que hicimos nos alimentó. Se nos pidió, por ejemplo, que llenáramos esta ficha, y la llenamos; que escribiéramos este comunicado urgente, y lo escribimos; que fuéramos a recoger al aeropuerto al señor X o al señor Y, y fuimos allá con prontitud, pero –todo hay que decirlo- sin interés y sin alegría. ¡Cómo es general, sobre todo hoy, el sentimiento de ser vividos más que de vivir! Y de cuanto hemos realizado con tanta pena, ¿qué quedará?, ¿qué era realmente esencial? Nos sentimos reemplazables, sustituibles, desechables. Llega la noche. Los otros, los que nos pidieron que hiciéramos esto y lo de más allá, están ahora en sus casas quitadísimos de la pena viendo la televisión, mientras que nosotros, por el contrario, hemos de irnos a la cama con el sentimiento de haber echado por la borda un día más. ¡Como si nos sobraran! ¡Cómo si tuviéramos días para echar a la basura! ¡Como si fuéramos inmortales y pudiéramos permitirnos semejante lujo! «¿Hasta cuándo será así?», nos preguntamos llenos de nostalgia. «¿Tendrá que ser así por siempre?». La idea de que el día de mañana nos espera una insulsa ración de lo mismo acaba por producirnos alarmantes opresiones en el pecho.
¿Cómo hacer para que nuestros días sean nuestros verdaderamente y no del primero que quiera apropiarse de ellos? ¿Cómo afirmar, pese a los deberes cotidianos –que no son pocos-, nuestra obligación de vivir? Propongo al lector cuatro sencillas actividades que, si son realizadas cotidianamente y con toda el alma, podrían devolver a nuestros corazones el gozo perdido. 1. Orar. Es decir, poner en las manos de Dios las dificultades de la vida. Cuando el día comienza con una plegaria, aunque ésta sea breve e informal, el deber de vivir ya no nos parece tan pesado. El tiempo pierde entonces su carácter destructor y durante toda la jornada nos sentimos como protegidos. Cuando la jornada entera ha sido puesta bajo la mirada divina, los acontecimientos que se suceden en ella ya no nos parecerán tan dramáticos. El salmista, unos mil años antes de Cristo, rezaba así: «Cuídame como a las niñas de tus ojos»; o bien: «Yo me escondo a la sobra de tus alas mientras pasa la calamidad». Una oración breve como ésta, pero dicha con sinceridad, tiene un gran poder para re-encantar la mirada, el corazón y la vida. «El Señor es mi Dios y salvador, con él estoy seguro y nada temo. El Señor es mi protección y mi fuerza y ha sido mi salvación». 2. Leer. No importa a qué hora se practique esta actividad, sino sólo que haya siempre en el día un tiempo, aunque sea corto, para la lectura. Sí, pero ¿qué leer? Puede ser la Biblia, abriéndola según un orden preestablecido, o incluso al azar: de este modo solía leerla San Francisco de Asís, y consta por sus biógrafos que siempre encontró en ella inspiración y alegría. Pero puede ser también un poemario de nuestro autor preferido, o el capítulo de una novela que nos interese particularmente a causa de su trama o de su profundidad. Esto es de suma importancia: nuestra lectura cotidiana debe hacerse siempre a partir de obras que nos nutran y no de libros impuestos por la publicidad, por la moda o por el morbo. Hay quienes sólo leen libros sobre líderes sindicales, expresidentes y escándalos políticos. ¡Mala cosa! No se trata de saturarse de malos ejemplos, sino ante todo de alimentarse. Hay también quienes, aunque ya hayan dejado de gustar el libro que están leyendo, prosiguen su lectura con tal de demostrarse a sí mismo que pueden acabarlo, o para justificar un gasto del que en el fondo están más que arrepentidos. ¡Grave error! Si una lectura no nos alimenta –y de esto es justamente de lo que se trata-, hemos de tener el coraje de abandonarla cuanto antes. 3. Pasear. Los italianos dirían andare a spasso, lo cual significa no solamente caminar, sino hacerlo lenta y contemplativamente. Para los norteamericanos y los alemanes, que gustan vivir rodeados de bosques y jardines, tal actividad puede ser realizada incluso cuando van de camino a su trabajo; pero para los latinos, que en vez jardines preferimos la presencia humana y vivimos apiñados, las cosas no son tan sencillas. Sin embargo, el contacto con la naturaleza es siempre benéfico y hay que buscarlo a como dé lugar. Un amigo mío, por ejemplo, en vez de tomar sus alimentos en la siempre congestionada cafetería de la Facultad en la que enseña álgebra y cálculo integral, busca las áreas verdes que hay a su disposición y come tranquilamente entre trinos de pájaros y ruidos de hojas movidas por el viento; allí, en las áreas verdes, él recobra el ánimo perdido y regresa a las aulas con nuevas fuerzas. Caminar, escuchar y contemplar: he aquí las tres cosas que implica la italianísima expresión de andare a spasso. 4. Conversar. Pensamos para nosotros mismos, pero hablamos para los demás, dijo una vez en uno de sus libros el novelista francés Marcel Proust. Conversar, es decir, estar con los otros, reír con ellos y pasar juntos un momento. Esto es importante sobre todo hoy, cuando casi todas nuestras comunicaciones están siendo mediadas por la alta tecnología. A los hombres demasiado antisociales y solitarios pronto les pasará factura la vida en forma de depresiones, ansiedades e infartos. El silencio es importante, pero conviene no abusar de él. Es preciso buscar la compañía, aunque seamos tímidos e incluso pésimos conversadores: aquí lo que cuenta es la presencia, la palabra dicha y recibida. Tengo que ir al aeropuerto a recoger al señor X y volver por la tarde a llevar a la señora Y. ¡Qué fastidio, sí, sobre todo por el tráfico! Pero, si puedo conversar un momento con estos graves e importantes señores, no todo está perdido. Orar, leer, pasear y conversar. El día que no hayamos hecho ninguna de estas cuatro cosas, digámonos que, ahora sí, hemos perdido el tiempo.