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Hoy México es muy distinto. Cada vez menos es el Estado el que acosa y persigue, pero su lugar lo han tomado los grupos criminales que matan
00:02 domingo 23 marzo, 2025
ColaboradoresCuando yo era muy niño (no pregunten ustedes cuándo, apreciados lectores, pero ahí por 1968), mis hermanos y yo escuchábamos atentos y horrorizados las historias de los acontecimientos del día: fulano de tal detenido, mengano golpeado por los granaderos, perengano desaparecido. La puerta principal de San Ildefonso derribada por un bazucazo, la Ciudad Universitaria ocupada por la policía, la mano dura del Estado que se fue manchando de sangre hasta llegar al horror inenarrable del 2 de octubre en Tlatelolco. Los medios que callaban por órdenes gubernamentales, que culpaban a los muchachos, que les endilgaban supuestas traiciones y conjuras contra La Patria, esa que se escribe con mayúsculas cuanto más se traicionan sus ideales. Desde entonces aprendí que era necesario -obligatorio- creerle a los afectados, aunque el gobierno los negara, aunque los tachara de traidores y de apátridas, porque las víctimas merecen la verdad y la justicia, no el silencio y la obscuridad. Hoy México es muy distinto. Cada vez menos es el Estado el que acosa y persigue, pero su lugar lo han tomado los grupos criminales que matan y desaparecen a diestra y siniestra, que controlan espacios cada vez mayores del territorio nacional, que operan con absoluta impunidad, al grado de contar con campos de entrenamiento y de exterminio que están a la vista de todos. Bueno, de todos salvo de las autoridades dizque competentes, que se enteran primero por los noticieros que por sus propias indagatorias. La crisis de asesinatos violentos y desapariciones que azota a México no es nueva, pero como si lo fuera: cada sexenio la oposición en turno parece descubrir el agua tibia mientras que el gobierno en turno recurre a los mismos recursos discursivos. Para los primeros todo es genocidio, para los segundos todo es campaña perversa, y mientras los políticos se pelean el crimen organizado y el no tan organizado se frotan las manos de gusto, sabedores de que no hay la convicción necesaria para hacer del combate a la delincuencia y la impunidad un asunto de Estado, aquí sí con mayúscula, y no de partidos. El dramático caso de Teuchitlán, Jalisco, lo ilustra a la perfección: una fábrica de muerte operaba sin que las autoridades municipales, estatales o federales hicieran algo al respecto, y no fue sino hasta que organizaciones de buscadores levantaron la voz de alarma que algo sucedió, demasiado poca y demasiado tardía la respuesta, como de costumbre. Pero el escándalo creció y, gracias a ello, hoy la causa de los muertos y los desaparecidos está menos oculta, al igual que la hipocresía de quienes apenas hace poco satanizaban a otros muertos o desaparecidos, diciendo que “se lo habían buscado” y ahora hacen causa común con las madres buscadoras a las que hace no mucho desdeñaban e ignoraban. Y viceversa: los antiguos defensores de los afectados hoy poniendo en duda su derecho a la justicia. Yo no me hago bolas, queridos lectores: en caso de duda yo siempre optaré por creerle a las víctimas y por dudar de quienes quisieran agregarle culpas a sus desgracias. POR GABRIEL GUERRA CASTELLANOS [email protected] @GABRIELGUERRAC