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¡Como siempre se había creído que hablar de uno mismo no era más que vanidad!
00:02 domingo 20 octubre, 2024
ColaboradoresUn amigo que fue hace algún tiempo a España me trajo como recuerdo de
viaje la autobiografía del Papa Benedicto XVI en edición de bolsillo, publicada
por ediciones Encuentro. Por lo que sé, esta es la primera vez que un Pontífice escribe un libro en la
primera persona del singular. ¡Como siempre se había creído que hablar de uno
mismo no era más que vanidad!... En los últimos días he ido leyendo el libro
poco a poco. Hay jornadas en las que sólo me es posible leer una página, y otras
en las que ni eso puedo. Pero ahí voy, a paso de asno. Tengo una gran simpatía por Joseph Ratzinger. Me gusta que lo hayan
sacado de su estudio para hacerlo obispo, y luego cardenal. Es un intelectual que
no disimula su condición ni se avergüenza de ella, como es moda hacerlo hoy en
día. En especial, me gusta la sinceridad con la que habla de sus años de
estudiante y de lo difícil que se le hacía practicar las dos horas diarias de deporte
que en aquellos tiempos lejanos imponía la severa disciplina de los seminarios.
¿Qué prefería Joseph Ratzinger en vez de ir a las canchas a rebotar un balón?
Leer, seguramente; dar paseos en lenta caminata por los bosques cercanos. Además –según cuenta-, tampoco se sentía hecho para la vida en común; de
temperamento más bien solitario, prefería los libros al barullo de las plazas y la
máquina de escribir a la gritería de los mercados. Y mientras leo estas confesiones, me digo a mí mismo: ¡qué suerte que no
le tocó ser seminarista en esta época, cuando en nuestros seminarios se juzga tan
mal a naturalezas como la suya! Hoy, con toda seguridad, lo acribillarían con
reproches como éste: «¿Y para qué tantos libros? ¡Aquí formamos pastores, no
profesores!». Nunca fue un gran deportista Benedicto XVI, y mírenlo ustedes con sus
ochenta y tantos años de edad, que de tan lozano parece un niño. ¿Cómo hizo
para conservarse tan bien? Esto me hace abrigar una sospecha: que no basta el
deporte para conservar la salud, como todo mundo dice. Sí, es bueno hacerlo,
como es bueno, también, privarse de ciertos alimentos, tan bueno como dejar de
fumar o de comer a deshoras, pero no es suficiente. A veces me da por pensar que los cigarrillos no son sino el chivo
expiatorio de esta sociedad tan poco saludable, el blanco al que todos disparan
para no tener que apuntar a todo lo demás. Recuerdo lo que, a propósito del
humo, escribió una vez el humorista español Antonio Burgos: «Yo no sé cómo
esta civilización tan hipócrita la tiene oficialmente tomada contra el tabaco y, por
el contrario, toma el coche como objeto de veneración, de lujo, de ascensión
social. Día que pasa es día que, si fumas, te estás convirtiendo tú mismo en un
marginado social. A los fumadores en Nueva York en el siglo XX ya empiezan a
tratarlos mucho peor que a los negros en Alabama en el siglo XIX». ¡Por supuesto que no defiendo el cigarrillo! Y, la verdad sea dicha, yo sería
el último en recomendarle a alguien que se ponga a fumar, pero no me espanto ni
me rasgo las vestiduras cuando alguien lo hace. Lo que me espanta, más bien, es
la hipocresía de una sociedad como la nuestra que, por un lado, se siente
indignada por el humo de los cigarrillos, mientras que por el otro incita a los
ciudadanos a comportarse de manera agresiva, competitiva y ansiosa. Un libro al que nadie, o muy pocos, hicieron caso cuando salió al mercado,
fue el que escribieron los doctores Ray H. Rosenman y Meyer Friedman para
decirnos que nuestra sociedad, con su prisa y su estilo de vida frenético, causa
más muertes por estrés y agotamiento que las que producen el alcohol y el tabaco
juntos. Me gustaría transcribir un párrafo de este libro que, en inglés, se titula así:
Type A Behavior and Your Heart (algo así como Conducta de tipo A y tu corazón); pero
antes quizá haya que decir sobre lo que estos doctores entienden por conducta de
tipo A: es el modo de comportarse de aquellos que no pueden estarse quietos ni
por un momento; de los que hacen dos cosas a la vez por miedo a perder tiempo;
la de los hiperactivos y los ansiosos; la de los que no pueden –ni saben- detenerse
porque quieren llegar alto, muy alto en la vida, es decir, los ambiciosos. «Se trata
–escriben los doctores Rosenman y Friedman hablando de ellos- de un particular
conjunto de rasgos de la personalidad que incluye desde el exceso de afán
competitivo, la agresividad y la impaciencia, hasta esa especial sensación que
llamamos urgencia. Los individuos que presentan estas líneas de conducta
parecen estar comprometidos en una crónica, incesante y a menudo estéril lucha
contra ellos mismos, con los demás, con las circunstancias, con el tiempo y,
alguna vez, con la vida misma». ¡Y bien, esto es lo que produce más infartos que lo otro! Pero, ¿qué
empresario se atrevería a decirles a sus empleados que sean moderados, que no
sean agresivos y aprendan el difícil arte de la pausa y la lentitud? En cambio, les
dicen: «No tomen, no fumen, no se desvelen, cuiden su salud»… Les dicen esto
solamente porque no se atreven –ni les conviene- decir que no se fatiguen
excesivamente porque es malo para su cuerpo y también para su alma.
Hacer lo que se ama y hacerlo sosegadamente, con calma, con amor, con
amabilidad; darse tiempo para las cosas que cuentan: he aquí la clave para una
salud de hierro. Vistas así las cosas, ya no me extraña nada que a Benedicto XVI
haya llegao a los noventa y cuatro años de edad, pese a haber sido en su juventud
un pésimo deportista. Hacer lo que en realidad queremos, seguir nuestra íntima
vocación, tomar la vida con mayor sosiego, vivirla con más tranquilidad, sin
competir y sin envidiar: ¡ah, esto hace más bien que todas las fibras y todos los
cereales del mundo! Por lo menos, eso es lo que dicen los doctores Ray H.
Rosenman y Meyer Friedman. ¿Tendrán razón?