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Un día caminaba yo por una callejuela de Roma –por una de esas callejuelas romanas que...
00:03 domingo 6 agosto, 2023
ColaboradoresUn día caminaba yo por una callejuela de Roma –por una de esas callejuelas romanas que parecen no llevar a ninguna parte- cuando vi que una señora de cierta edad, despeinada y vestida de negro hasta los pies, vaciaba una caja llena de libros en un inmenso contenedor de basura. Como en aquel entonces era yo un estudiante que no tenía por qué preocuparse del paso de las horas, de inmediato aminoré la marcha. La curiosidad me corroía. ¿Qué libros podían ser ésos que la mujer arrojaba al tacho con esfuerzo –porque no era joven y parecía cansada- pero también con decisión? ¿Y cómo es que se deshacía de sus libros con tanta facilidad? Otro que no hubiera sido yo, habría pasado de largo sin detenerse, adoptando una pose de dignidad. Pero yo soy yo, y yo allí donde veo libros me detengo. La señora se me quedó mirando, vio mi curiosidad por ver de qué obras se trataba y me dijo entre amable y malhumorada: -Si le sirve alguno, puede tomarlo. ¡Lo que tiene que hacer uno por los libros! Venciendo mi natural pudor le dije que, si quería, yo le ayudaba a tirarlos. La señora me tendió la caja, aliviada por no tener que seguirla cargándola, y se marchó dando saltitos de felicidad por la tarea concluida. ¡Una caja de libros para mí solo y sin tener que comprarlos! ¿Qué joyas habría en ese cofre del tesoro? Saqué el primero como un niño saca de un sombrero el boleto premiado, es decir, haciéndola de emoción. Pero, ¡oh tristeza!, no se trababa de ninguna edición, por modesta que fuera, del Orlando furioso, sino de un ejemplar bastante maltratado de Parque jurásico. ¡A la basura! De pronto, mi emoción se había esfumado, pues ya me imaginaba lo que podría seguir en aquel ya decepcionante desfile bibliográfico. Como quiera que sea, saqué el segundo: ahora se trataba de Cujo, la horrible novela de Stephen King; ¡a la basura también! Saqué el tercero: El sastre de Panamá de John Le Carré, y mi pena fue todavía mayor. Por no dejar, volví a meter la mano para airear los volúmenes cuarto y quinto, y esta vez fue el turno de Ninja, el mamotreto de James Clavell, y de una novela negra de Agatha Christi de la que ni siquiera puedo recordar el título. Durante diez minutos no hice más que sacar y tirar hasta que, por último, del fondo de la caja salieron tres revistas católicas que fue lo único que consentí en llevarme como estipendio merecido por mis penosos esfuerzos (penosos en el doble sentido que puede tener esta expresión): tres revistas con un año ya de antigüedad -pero todavía enfundadas en crujientes celofanes- que pensaba tirar tan pronto como las hubiese hojeado en el tram que me llevaría a mi casa. Pero Dios tiene razones que los hombres no conocen, pues precisamente en una de aquellas viejas revistas tuve la suerte de encontrarme con un artículo bellísimo que cambió por completo mi concepción de la muerte; dicho artículo había sido escrito por el padre Alessandro Scurati y decía así en una de sus partes: «Señor, ¿qué cosa es la muerte si no la voz de la vida cubierta con un velo negro? A veces pienso que es tu misma voz la que nos llama. El rostro inmóvil e inexpresivo de los muertos me parece en escucha de la Voz con la que nos llamas desde los confines de la eternidad. «Es suficiente una sola nota de tu voz para hacernos perder completamente los sentidos, para hacernos quedar como embebidos, como petrificados; y me parece descubrir dibujada en los labios pálidos de los muertos una sonrisa de ligera ironía por todos nuestros miedos y todas nuestras fantasías... La muerte es el esposo, eres tú, que llegas de improviso y nos introduces en el banquete». No es que los muertos no quieran ya escuchar nuestras voces; es que, al escuchar esa otra Voz ante la cual la nuestra no es «sino platillo que aturde y campana que resuena» (1 Corintios 13,1) han guardado un profundo silencio y se han aquietado. Sí, la muerte para un cristiano no puede ser otra cosa que un obediente sí al Ven y sígueme que le es dicho por esa voz cuyo encanto nadie puede resistir. «-Maestro, ¿dónde vives?», le preguntaron un día a Jesús sus primeros discípulos. Y él les respondió: «Venid y lo veréis» (Juan 1, 38-39). Para un cristiano, morir es ir y ver: ir al lugar donde mora Jesús –a la casa del Padre- y, como los discípulos, quedarse con él todo ese largo día llamado eternidad. En su libro Gitanjali, el poeta indio Rabindranath Tagore (1861-1941) también habla de la muerte como de una llamada:
«¡Me han llamado! ¡Decidme adiós, hermanos míos! «¡Adiós, me voy! «Aquí os dejo la llave de mi puerta; renuncio a todo derecho sobre mi casa. «Sólo os pido buenas palabras de despedida. «Vivimos mucho tiempo juntos, recibí más de lo que pude dar. «Y ahora es de día, y la lámpara que iluminó mi rincón oscuro se ha apagado. Me llaman, y estoy dispuesto para mi viaje»…
¿Quién llamaba al poeta y, sobre todo, para ir a dónde? El cristiano lo sabe: quien lo llama es Aquel que conoce a sus ovejas y da la vida por ellas (Juan 10, 15). Ven y sígueme. «¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven a mí! Porque ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega, llega el tiempo de la poda, el arrullo de la tórtola se deja oír en los campos… ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven a mí! Paloma que anidas en el hueco de las piedras, en las grietas del barranco, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, porque es muy dulce tu voz y hermosa tu figura» (Cantar de los Cantares 2,10-14). ¿Y si la muerte no fuera, después de todo, más que escuchar estas palabras más dulces que la miel?