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Necesito hablar con usted –me dijo la mujer. Era joven y se veía angustiada, inmensamente triste...
12:17 domingo 25 junio, 2023
Colaboradores
-Necesito hablar con usted –me dijo la mujer. Era joven y se veía angustiada, inmensamente triste. No le importó que yo fuera por entonces un sacerdote recién ordenado, y tampoco se preguntó si tendría la experiencia suficiente para aconsejarla bien. En efecto, yo era en aquel tiempo un sacerdote muy joven: acababa de salir del seminario y no tenía en mi primera parroquia sino dos o tres meses de llegado. Pero a la mujer esto pareció no importarle y me volvió a decir: -Necesito hablar con usted, padre. Cuando le dije que podía hacerlo, entramos a mi oficina, se acomodó en una silla, extrajo un pañuelo desechable de algún lugar, lo estrujó nerviosamente con la mano derecha, cogió otro limpio de una bolsa de plástico y me dijo que estaba embarazada y que pensaba abortar. Por lo demás, era la primera vez que oía yo algo semejante. «¡Caray! –recuerdo que me dije entonces a mí mismo-, hasta ahora, la gente se ha confesado conmigo de lo que ya hizo, pero nunca de lo que piensa hacer». Hoy, muchos años después de aquello, puedo decir que, en términos generales, se trataba de una historia muy parecida a las que solemos escuchar los sacerdotes: ella quería mucho a su novio, y porque lo amaba «con toda el alma» tuvo al fin relaciones con él; ahora bien, a consecuencia de esas relaciones había quedado embarazada, cosa que le gustó tan poco a su novio que casi le exigió, sacudiéndola, que recurriera a la solución pertinente al caso… Él se encargaría de conseguirle todo el dinero que fuera necesario, pero de ninguna manera el niño debía nacer. ¿Para qué complicarse la vida si todo era tan sencillo como deshacerse de aquello? ¿Para qué angustiarse inútilmente? ¡En fin, el cuento de siempre! Aquel diálogo duró mucho, acaso una hora o dos, pero fue inútil: no pude disuadirla de que abortara. -¡Pero yo no quiero su dinero! –lloraba la muchacha, retorciéndose las manos de dolor-. Yo no quiero su dinero, lo quiero a él… Cuando se levantó para marcharse, me dijo que no le quedaba otra salida, que me agradecía de todo corazón el tiempo que le había concedido y que esperaba que Dios tuviera compasión de ella. Aquella noche no dormí. Me sentía amargado, frustrado, impotente. Dios me había mandado a aquella mujer para que la salvara y yo no fui capaz de hacerla comprender... ¡Qué triste sacerdocio era el mío! Y hoy, casi doce después, cuando escucho los debates en los que ciertos líderes sociales se desgañitan hablando del «derecho de la mujer a hacerse extirpar ese montón de células que la mojigatería católica llama un hijo», yo sonrío amargamente y me digo que lo único que se defiende allí es el machismo, es decir, el derecho al placer de los varones. En dichos debates todos fingen defender a la mujer y hacen lo imposible para hacer creer que así es, pero la defienden sólo aparentemente, pues lo que en realidad quieren es que salvar la libertad del varón para que ande aquí y allá con una y con otra: la libertad de que luego todo se pueda solucionar con unos cuantos billetes de banco. Un hombre que vive una vida promiscua y libertina, ¿cómo no va a querer que se despenalice el aborto? ¡Claro que lo quiere, y él más que ninguno! Por eso grita: «¡La mujer tiene ese derecho!». Lo que no dice es que, más que defender el derecho de las mujeres, él está defendiendo el suyo. Además, los que así discuten ¿saben que hay mujeres que, tras un aborto, difícilmente logran perdonarse a sí mismas? No, ellos no lo saben, porque no las confiesan, ni las sostienen espiritualmente, ni las ayudan a cargar su pena; ellos, por supuesto, no hacen nada de esto, sino que sólo se limitan a gritar y, por supuesto, a cobrar su sueldo. ¡Ya quisiera yo que nuestros legisladores se sentaran aunque sea unos minutos a escuchar a estas mujeres! Pero no, esto tampoco lo harán. No tienen tiempo, y –seamos sinceros-, ni les interesa: bastantes problemas tienen ya con saber cómo van a gastarse ese aguinaldo que, aunque ya sabían que iba a ser jugoso, no pensaban que iba a serlo tanto. ¿Un viaje a Europa o un BMW? No, quizá un Mercedes Benz. ¡Dios mío, qué difícil elección! Pero sigamos con mi historia. Hace unos meses, la muchacha, aquella misma muchacha del principio –que ya era más bien una señora hecha y derecha-, vino a verme a la iglesia en la que ahora estoy. La verdad es que no la recordaba; quiero decir, recordaba su caso, pero no su rostro, ni su voz. Me dijo que durante mucho tiempo me había estado buscando de iglesia en iglesia pero que, al no encontrarme, dejó la cosa en paz hasta que alguien le dijo que ahora estaba aquí. Quería nuevamente platicar conmigo, aunque ahora de otras cosas: de ciertos problemas de familiares que venía padeciendo y de la conveniencia o no de aceptar un trabajo que le ofrecían. Cuando terminamos, su mamá la esperaba en la sacristía y, junto a ella, también un niño de entre seis y siete años de edad en actitud aburrida. -Siempre sí lo tuve –dijo entre dientes, como para que sólo yo la oyera-. Se llama Enrique, como mi papá. ¿Era posible que éste fuera el niño que no iba a nacer? -Mamá –dijo Enrique agitando un muñeco raro, chino, de plástico-, ya me quiero ir. Ni siquiera me quiso tender la mano cuando su mamá le dijo: «Saluda al padre, Enrique». O era demasiado tímido o estaba demasiado amodorrado. Dentro de unos años, quizá este mismo niño se sume a los que dicen que la Iglesia esto, que los sacerdotes aquello, que Dios lo de más allá. No lo sé, pero es posible que lo haga para ponerse a tono con los tiempos que corran. Quizá sea también de los que griten: «¡La mujer tiene ese derecho!». ¡Ah, si él supiera, si él llegara a saber por qué y cómo es que está aquí!...