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En el año 2001, en Francia, un joven minusválido concibió una idea brillante y del todo inédita
00:03 domingo 11 agosto, 2024
Lecturas en voz altaEn el año 2001, en Francia, un joven minusválido concibió una idea brillante y del todo inédita: demandar a sus padres por haberlo traído al mundo, por haberlo hecho nacer. Por lo demás, era la primera vez que un tribunal se enfrentaba con un caso tan complicado. ¡Jamás, por lo que los jueces recordaban, había entablado nadie un proceso semejante! Pero como los nuevos tiempos traen siempre consigo nuevos problemas, el tribunal falló, y lo hizo a favor del muchacho, en tanto que los padres fueron declarados culpables. ¿Culpables por engendrar a una criatura? Sí. Y Paul Virilio, que es quien cuenta el hecho en uno de sus libros (Ce que arrive), exclama lleno de estupor: «¡Nunca como hoy se había tenido tal horror a la vida!». Para designar esta aversión, la filosofía académica utiliza la palabra nihilismo (del latín nihil, que significa nada). Nihilista es aquel que prefiere la nada al ser y dice como el Mefistófeles de Goethe: «¡Mejor sería que nada naciese!». Es un aborrecimiento total de todo lo que se mueve y respira, de cuanto crece y se agita. «¡La Nada! Aceptar la gran Nada es, al parecer, el único fin de la vida», dice uno de los personajes de David H. Lawrence en El amante de Lady Chatterley. ¿Qué les ha hecho la vida para que la detesten de ese modo? Nadie lo sabe, ni ellos, pero la odian con todas sus fuerzas. Y siendo así las cosas, ¿cómo van a desear una vida que no se les acabe, es decir, una vida eterna? ¡Antes tendrían que querer existir! Desconfiemos de los que desconfían de esta vida. Los que quieren morirse de una vez, ¿cómo no van a querer que te mueras tú, que me muera yo? Ellos, en realidad, no quieren sino una sola cosa: que todo acabe, y entre más pronto mejor. Cuánta razón tenía Gilbert K. Chesterton (1874-1936), el gran polemista inglés, cuando escribió en uno de sus libros:
«El suicidio no es sólo el pecado: es el pecado. Es el mal interior y absoluto; es rehusarse a tomar interés por la existencia; es rehusarse a jurar lealtad por la vida. El hombre que mata a un hombre, mata a un hombre. El hombre que se mata a sí mismo, mata a todos los hombres… El suicidio es lo opuesto al martirio. El mártir desea que empiece algo; el suicida desea que todo termine». El drama de nuestro tiempo es que los nihilistas se han posesionado de casi todas las cátedras y micrófonos disponibles en el mundo y desde allí han enseñado a los hombres, sus alumnos, a odiar la vida. «El ser humano –pontifican- no es nada más que»…; «¿Quién os dijo que valíais más que un perro, que vuestra vida era más valiosa que la de un gato?»; «Desde la perspectiva de mi competencia, debo deciros que un huevo de tortuga merece, en estos momentos, más cuidados que la vida de cualquiera de vosotros. Hay una razón para hablar así, y es que mientras las tortugas se encuentran en vías de extinción, vuestros hijos no lo están»; «¡Es la Iglesia, esa cretina, la que os ha enseñado a creeros muy dignos, muy respetables, cuando en realidad no sois más que animales enfermos! ¿Esperáis otra vida? ¡Bien, dejadme deciros que no hay más vida que ésta!»; «¿Creéis que Dios os dará eso que los creyentes durante siglos han llamado vida eterna? ¡Pero si Dios ni siquiera existe, pobres e ilusos soñadores!». Así dicen en voz alta los nihilistas desde todos los frentes, ora escribiendo libros, ora dando conferencias y haciéndose invitar a la televisión. Un amigo me mostraba hace poco un panfleto escrito por Fernando Vallejo, el escritor colombiano, cuyo título no menciono por puro respeto al lector. Lo hojeé durante unos minutos, al cabo de los cuales se lo devolví con el semblante descompuesto. ¡Cuánto veneno había entre sus páginas, cuánto odio! Pues bien, según veo en algunos sitios web en los que aparece su nombre, Fernando Vallejo es considerado un humanista. ¿Humanista uno que prefiere su perro al vecino, sólo porque aquél es animal y éste hombre? Se me permita sonreír. El filósofo francés Vladimir Jankélévitch (1908-1985) afirmó una vez en el transcurso de una entrevista: «¿Cuál es la diferencia entre el nacimiento y la muerte? Que mientras en el nacimiento la nada está antes, en la muerte la nada está después». ¡Ah! ¿Quién nos curará de esta fascinación por la nada, quién nos pondrá a salvo de ella? Hace algunas décadas, un individuo con aspiraciones científicas se dio a la tarea de enlistar, uno por uno, todos los componentes del cuerpo humano; acto seguido, calculó cuánto había de cada uno de estos elemento (tantos gramos de calcio, tantos de plomo, tantos de magnesio, etcétera), luego tradujo estas cantidades a su precio actual en el mercado, y por último exclamó, lleno de satisfacción: «¡La vida del hombre, señores, no vale más de 5 dólares!». Insisto: si hoy la verdad menos creída de todas es la de la vida perdurable, ha sido gracias a ese pavor de ser que de pronto se ha apoderado del hombre de nuestros días. ¡Se ha hablado tanto de él en términos despreciativos (que si es una máquina compleja, que si es algo aún peor que eso) que ha acabo por querer no vivir más! Y es que para amar la vida que no se acaba, antes es preciso amar ésta con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas. Dejemos que los nihilistas entonen sus cantos de sirenas (¡muchas de ellas cantan tan bien!), que contra su seducción siempre habrá una cosa que hacer: imitar el ejemplo de Ulises y proseguir nuestro camino. En otro tiempo yo habría querido dialogar, esgrimir argumentos, responder a estos maestros del pesimismo. Hoy –lo digo con tristeza- me doy cuenta que, dada su terquedad y su empecinamiento, el único remedio saludable es taparse los oídos cuando pasemos por su isla. ¡Ulises lo sabía, tomó todas las medidas pertinentes al caso y, obrando de este modo, no le fue tan mal después de todo!