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-¿Sabe usted cuánto gana un futbolista de la edad de mi hijo? –me preguntaba consternado hace poco un modesto padre de familia
00:02 domingo 10 julio, 2022
Lecturas en voz alta-¿Sabe usted cuánto gana un futbolista de la edad de mi hijo? –me preguntaba consternado hace poco un modesto padre de familia. Pero no, la verdad es que no lo sabía, y, para decirlo ya, ni siquiera me interesaba averiguarlo. -¿Cuánto? -pregunté a mi interlocutor para no desanimarlo, pues estaba claro que se moría por decírmelo. Y al punto escuché una cantidad que me pareció inconcebible. ¡Dios mío, cuántos ceros a la derecha puede tener un simple dígito! Y el aliento se me quedó como cortado. -Pero tenga usted en cuenta que se trata de un joven de menos de veinte años de edad –prosiguió el hombre con voz pastosa-. Y siendo así las cosas, ¿cómo voy a pedirle a mi hijo que estudie, que se esfuerce, que lo haga todo con responsabilidad y disciplina, si por más que quiera jamás ganará lo que aquel otro muchacho que ya sería mucho si por lo menos supiera leer y escribir? Escuche usted hablar a los futbolistas. ¡Se ve a leguas que no se saben ni la o por lo redondo! Ah, pero ganan lo que quieren. ¡Ni aún doctorándose ganará mi hijo en toda su vida lo que uno solo de estos mequetrefes gana en una sola temporada! Lo de llamar mequetrefes a los futbolistas fue cosa suya, no mía. Sin embargo, podía comprender la angustia de este padre; en efecto, la cosa es preocupante. ¿Cómo pedir a nuestros jóvenes que estudien si la televisión les presenta todos los días cientos de casos de hombres y mujeres que, sin haber sufrido el rigor escolar, son ahora ricos y famosos? Un mensaje, siempre el mismo, les llega de todas partes: «¡Basta la suerte!». Y ellos, claro está, terminan por creérselo. «No es necesario el estudio; no es necesaria la dedicación. Nada es necesario, salvo dar con la persona adecuada en el momento adecuado: aquella que nos sacará de pobres. Lo único que se necesita en este mundo es tener suerte, mucha suerte». «Uno de los puntos que me interesan cuando leo algo sobre una estrella de cine es cómo le llegó su gran oportunidad –confiesa el protagonista de Modelo de conducta, la novela del norteamericano Jay McInerney-. Yo estoy aún esperando la mía; parece que todo depende de las personas que uno conoce y de los contactos que tiene, no del talento natural». Sí, así piensan los jóvenes de hoy. Y en tales condiciones, ¿con qué animo van a abrir sus libros si otros jóvenes iguales que ellos nunca han abierto uno y, a pesar de todo, viven como reyes, como sátrapas, como estrellas? A menudo se culpa a los medios de comunicación –cine, radio, televisión- de inocular la violencia, de aletargar la inteligencia y de matar la convivencia. Pero, según Paul Virilio, gran intelectual francés y autor de una docena de libros sumamente interesantes, si de algo hay que culpar a los mass media es, más que de otra cosa, de haber inoculado a la sociedad el virus de la desmesura, el culto a la anormalidad. Y creo que tiene razón. «A partir del siglo XVIII –escribe en Ce que arrive, una de sus últimas obras-, gracias a la prensa industrializada, la adoración de las masas empezó a dirigirse a la anormalidad revolucionaria de un nuevo tipo de hombres y mujeres: aquellos que se encontraban en la cima de lo que fuera: deportistas, exploradores, militares, aventureros, ingenieros, navegantes; en una palabra, a todos aquellos que ocupaban los titulares mostrándose capaces de hazañas extremas». Esto que dice Virilio no es ninguna mentira: consta por la historia de la prensa escrita que ésta, cuando se hizo independiente del poder político y se industrializó (cosa que tuvo lugar en el primer tercio del siglo XIX: en 1833, para ser exactos), empezó también a hacerse sensacionalista, tocando temas escandalosos y fuera de lo común con el único fin de de atraerse la atención del público y vender así más caros los espacios destinados a la publicidad. La lógica era ésta: entre más gente comprara su periódico, más podía él pedir a los fabricantes por anunciar sus productos. ¿Y cómo podía lograr que más gente comprara su periódico sino explotando las sensaciones, es decir, recurriendo al amarillismo? Hablando de The Sun, el primer periódico de a centavo, y de su fundador, Benjamin Day, Malvin L. De Fleur, famoso historiador de los mass media, escribió lo siguiente en un libro ya convertido en clásico: «Hasta entonces (es decir, hasta entes de la aparición del periódico de a centavo), noticia era sinónimo de información sobre acontecimientos sociales o políticos de verdadera importancia, o sobre sucesos de real significación. Benjamin Day, en cambio, recogió en su diario noticias de otra clase -relatos sobre crímenes, historias sobre fechorías, desastres y catástrofes- que el hombre de la calle encontraba excitantes, entretenidas o divertidas». De este modo, la gente fue aficionándose a lo anormal, lo excéntrico y lo desmesurado. Le empezó a gustar pasarse las tardes oyendo hablar de asesinos en serie, de ladrones de bancos, de destripadores como el célebre Jack. Y hoy, casi dos siglos después, apenas soporta que se le hable de otra cosa que no sean pedófilos y violadores, de terremotos y balaceras. «Los mass media han inoculado progresivamente el virus de la desmesura», concluye Paul Virilio. En la televisión todo tiene que ser desmesurado: tanto la belleza de la gente que aparece en ella como sus hábitos íntimos y los sueldos que ganan. Allí no hay término medio: para salir en ella tienes que ser desmesuradamente rico (y entonces te mencionarán en los programas de chismes) o desmesuradamente pobre (y entonces lo harás en algún documental, a la hora de los noticieros). Por lo pronto, el hijo de mi interlocutor ya no quiere estudiar… Y ni cómo convencerlo de que debe hacerlo. Ahora quiere tocar la guitarra, formar una banda de rock y hacerse rico. Bien, le deseo suerte, que es lo único en lo que creen los muchachos de hoy.