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Guerriero nos conduce hasta el centro de un infierno helado en el fin del mundo y ahí nos deja
00:09 martes 19 agosto, 2025
ColaboradoresEn Las Heras, un pequeño pueblo petrolero en la Patagonia argentina, el viento no sopla: hostiga. No es sólo la música desafinada que rechifla un paisaje de tierra seca, desolación y una inmensidad opresiva; es, también, la prosopopeya de una condena, un acecho, una persecución invisible que se cierne —cotidiana e inclemente— sobre una comunidad que trata de ganarse la vida allá abajo, en esa geografía aislada y recóndita al sur del sur. A finales de la década de los noventa, más de una docena de jóvenes lasherinos se suicidó. Poco tiempo después, Leila Guerriero (Junín, 1967) decidió contar su historia.
Llegó en 2002, cuando la noticia ya no ocupaba espacios en la prensa y Las Heras parecía resignado a tragársela silenciosamente. Guerriero no fue recibida con antipatía, sino con una mezcla de curiosidad, recelo e indiferencia. Quizá porque el pueblo no tenía otra manera de recibirla, quizá por la intuición colectiva de que hablar es comparecer y las palabras —en un oído tan fino como el de nuestra autora— saben decir mucho más de lo que imaginan quienes las pronuncian.
Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2021) es el fruto de la labor a la que se entregó Guerriero para dar cuenta de aquella tragedia. Coleccionando datos y huecos, testimonios y evasivas, gestos y ausencias, su relato no escala triunfalmente hasta llegar a la cima de una revelación, más bien desciende poco a poco a los fondos por donde se fugan las respuestas. Entre más se adentra en ellos, más densa se vuelve su pesquisa y más real la opacidad a la que se asoman sus preguntas.
Ese fracaso aparente —no resolver la incógnita— es, en realidad, el hallazgo del libro. Porque en el proceso de su investigación Guerriero descubre una Patagonia que no son glaciares, pingüinos ni aguas turquesa, es un áspero territorio humano de calles sin asfalto, de precariedad, aislamiento y un frío insidioso que se cuela por cualquier rendija.
Así, con una escritura limpia, concisa y afiladísima, narra la escabrosa composición de un vasto mosaico emocional sin incurrir nunca en el sentimentalismo. La suya es una prosa a un tiempo compasiva y escéptica, capaz lo mismo de empatizar con la grieta afectiva que delata un titubeo verbal que de criticar sin ningún miramiento la desgracia moral de una sociedad indolente. Ese equilibrio entre dulzura y dureza, entre compasión e implacabilidad, dota al libro de una mirada excepcionalmente sensible y aguda, en tensión permanente con lo que observa.
Al final, Los suicidas del fin del mundo no ofrece un clímax, una moraleja ni un consuelo; retrata algo más incómodo y persistente: la atmósfera asfixiante de un mundo en el fin del mundo donde el viento no da tregua y, tarde o temprano, todo lo arrastra. Guerriero nos conduce hasta el centro de ese infierno helado y ahí nos suelta, frente a un abismo que no acabamos de entender pero que ya no nos es —no puede sernos— ajeno. No lo explica, lo deja retumbando como una evidencia, cruda e irreductible, de que existe.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@carlosbravoreg