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Oía decir a mis vecinas de mesa que ya estaban más que preparadas para su próximo viaje a China
00:03 martes 9 julio, 2024
Colaboradores
Oía decir a mis vecinas de mesa que ya estaban más que preparadas para su próximo viaje a China cuando uno de los que estaban por ahí cerca, girándose, me preguntó en voz alta: -Y a usted, ¿no le gustaría ir a China? Sin siquiera pensarlo le dije que no. ¡Yo no iría a China por nada del mundo! Mi interlocutor insistió: -¿Y por qué no? ¿Qué tiene usted contra China, si puede saberse? ¿No puede, o más bien no quiere, ir a ese hermoso país? -Quizá sean las dos cosas –respondí-, pero, en todo caso, es más lo primero que lo segundo. ¿Qué tengo yo contra China? ¡Nada! Como tampoco tengo nada contra Corea, Tailandia o Ceilán, por ejemplo, y tampoco se me antoja visitarlos. Ahora bien, confesar a mi vecino las razones que me animaban a decir semejante cosa era, en ese momento, decir demasiado, y además la ocasión se prestaba poco para ello; pero aquí sí puedo, y por eso lo diré. Veámoslo: ¿qué haría yo en un país lleno de rascacielos, pagodas y templos budistas? ¿Qué haría yo en un lugar donde el mensaje cristiano aún no ha modelado el carácter de los habitantes? Me decía hace poco un señor que se disponía viajar a un lugar remotísimo: -¡Pero, hombre! Con eso de la globalización uno se siente en todas partes como en su casa. ¡Adonde quiera que vayas siempre habrá un McDonald’s o un Pizza Hut! Uno ya no se pierde en ninguna parte. El inglés, ese esperanto de los nuevos tiempos, te sacaría al instante de cualquier apuro en el que pudieras meterte… Sí, todo eso lo sabía. ¡No era tan ingenuo como para ignorarlo! Sabía perfectamente que, “en efecto, estos lugares -Wall-Mart, McDonald’s, Pizza Hut- permiten a los hombres viajar sin salir de casa y sentirse en casa incluso cuando viajan” (George Ritzer), pero, al menos para mí, esto no es suficiente. Hace falta algo más que estos lugares (o no lugares, como ahora los llaman) para sentirse uno verdaderamente seguro fuera de su hogar. Trataré de explicarme mejor. Si yo fuera a Italia, por ejemplo, estaría siempre rodeado de signos que me son familiares, de modo que, aunque no hablara la lengua del país, siempre podría arrodillarme en un templo y reconocer en algunas pinturas o esculturas antiguas los personajes que mi fe venera. Y así, gracias a estos signos, podría sentirme en un mundo familiar aunque me encontrara a miles de kilómetros de mi casa. En un país de tradición cristiana –sea el que fuere- podría darme el lujo de desvanecerme en plena calle, pues ya sé lo que los demás transeúntes harán conmigo: me llevarán a un hospital, y no me dejarán salir de él hasta que me encuentre bien otra vez (en el caso, claro está, de que no me muera allí mismo). En Tailandia, en cambio, yo no sé lo que harían conmigo si tal cosa sucediera, pues desconozco qué valor tiene la vida humana para un tailandés medio, que es con quien me encontraría en la calle si fuera alguna vez a su patria. En 1899, Léon Bloy (1846-1917), el famoso escritor católico, tuvo que hacer un viaje a Dinamarca, país, como se sabe, de población mayoritariamente protestante. Allí Léon Bloy sufrió indeciblemente; tanto, que escribió así en su diario [anotación del 9 de noviembre de ese mismo año]: “Instalación provisional en el célebre pueblo de Askov… Desde el primer día, un paseo horroroso por el barro y la nieve me han dado el presentimiento de lo que voy a tener que sufrir. No imagino una desolación del corazón capaz de sobrepasar a la melancolía de un paisaje protestante”. ¿Sufría Bloy a causa del frío? Sí, un poco: él mismo lo reconoce. Pero era otro frío el que lo hacía gemir: el frío de sentirse lejos de casa, entre gentes que –aunque quisieran- no podrían entender la inquietud de su desolado corazón. ¡Léon Bloy echaba de menos las cruces, los campanarios, la Eucaristía, los confesionarios –esas tumbas de madera en la que entra uno muerto y sale vivo-, la imagen de Nuestra Señora, los rostros esculpidos de los santos! Y como no había nada de eso en Dinamarca, ¡qué triste y qué deprimente le parecía el país entero! Y si alguien le hubiera dicho: “¡Señor Bloy, pero hay un McDonald’s aquí!” (cosa del todo improbable, por lo demás), él seguramente le habría soltado un puntapié. Bien, igual que Bloy se sintió en Dinamarca me sentiría yo seguramente en China. En una novela de John Steinbeck (1902-1968), Atormentada tierra, un hombre llamado John Wayne recibe del gobierno de California varios cientos de acres de tierra a condición de que las cultive y habite, pues los antiguos moradores se han marchado del lugar sin decir adiós y sin darle a nadie ninguna explicación. Pronto a John Wayne lo siguieron sus hermanos Thomas, Burton y Benjamin con sus mujeres y sus hijos, quienes también recibieron el mismo número de acres que había recibido aquél. Pero Burton pronto se va de ahí. El lugar le parece sombrío, inhóspito y terrible.
“-No trataré de detenerte –le dice John, su hermano, al verlo partir-. Esta comarca es muy salvaje. No tuviste ninguna iglesia aquí”. ¡John había adivinado! Burton, como Bloy, era un hombre que necesitaba un entorno sagrado para sentirse realmente en su casa, pues de otro modo acabaría enloqueciendo de tristeza. Ambos lo sabían, y por eso ni el hermano mayor insiste ni el hermano menor se queda. Así eran las cosas y no había nada más que decir. Bien, ahora ya saben ustedes por qué no voy a China. Pero esto no quiere decir que desaconseje a otros la aventura. A mis amigos que vayan allá les deseo desde ahora un viaje feliz. ¡Que vean muchas cosas bellas y, sobre todo, si pueden, que me traigan un recuerdo de aquellas tierras lejanísimas!