Vínculo copiado
Una historia que entrelaza lo forense, lo onírico y lo botánico para hablar de los desaparecidos
00:10 martes 16 septiembre, 2025
Colaboradores“Aquí van a sembrar un ahuehuete, pero se va a morir. Y luego nos vamos a morir todos, igual que el árbol. Yo no sé por qué me metí en el infierno de documentar el delirio de este país. Tal vez porque yo misma estoy un poco loca, o tal vez porque cuando el dolor duele tanto solo podemos refugiarnos en la locura”. Así despega Alma Delia Murillo (Ciudad Nezahualcóyotl, 1979) en su más reciente libro Raíz que no desaparece (Alfaguara, 2025).
¿Cuántas generaciones la habrán conocido como la “glorieta de la palma”? Para las actuales ya es, sin más, “la glorieta de los desaparecidos”. Instalada en el corazón de la capital, sobre la magna avenida que fue, primero, un arrogante pasaje imperial, luego una orgullosa lección de historia patria, y ahora es un espacio de sorda disputa por el significado de lo público. En Reforma se murió la palma, después el ahuehuete, pero ahí sigue –fantasmagórica y contestataria–, la presencia de los desaparecidos: sus nombres, sus rostros, los datos para contactar a sus deudos, en carteles de papel roído que, sin embargo, siguen resistiendo los embates de la intemperie.
Ese símbolo urbano es la puerta de entrada a la historia. Murillo recuerda que la palmera original no murió de vejez sino atacada por un hongo. El detalle no es anecdótico: lo vegetal se vuelve, en su escritura, una clave para hacer inteligible la violencia. Un árbol que cae por enfermedad, otro que no logra adaptarse, un espacio público rebautizado por la protesta: la vida natural como espejo, pero también como rebeldía contra la indolencia y la jardinería estadística.
La autora acompaña a una madre que en sueños habla con su hijo desaparecido, le pide pistas para encontrar, resignada, al menos sus restos. Otras buscadoras ya han explorado esos indicios oníricos. Murillo vacila pero no los descarta: pueden ser una forma de comunicación inexplicable, el lenguaje de un trauma colectivo o un artificio para exigirle a las autoridades a partir de información que alguien les ha acercado. Sean lo que sean, de pronto conducen a hallazgos tan precisos que desquician cualquier escepticismo.
Pero no son sólo los sueños, los árboles también hablan: reaccionan orgánicamente al hecho de que hay algo extraño en la química del subsuelo. En la tierra donde hunden sus raíces hay cuerpos ocultos y sus troncos, en consecuencia, emiten señales de ellos. Así, Raíz que no desaparece entrelaza la evidencia forense, la cartografía onírica y la inteligencia botánica para tratar no sólo de encontrar desaparecidos sino de recobrar, tomándose el delirio en serio, un atisbo de cordura: “no sé si tendría que disculparme por mi pesimismo o aceptar que ser pesimista es la única postura digna que nos queda”.
Entre la crónica y la confesión, el registro duro de las fosas clandestinas y la complicidad empática con una madre que no se da por vencida, este es un relato que, parafraseando uno de sus epígrafes, quizá no sea verdadero pero –de todos modos– sabemos que es verdad.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@carlosbravoreg