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#ESNOTICIA
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Consta por el libro de los Hechos de los Apóstoles y por otros escritos del Nuevo Testamento que en el seno de las primeras comunidades cristianas los milagros eran cosas habituales. En ellas había, por ejemplo, quienes hablaban en lenguas; quienes profetizaban y tenían visiones; quienes curaban a los enfermos con sólo imponerles las manos e, incluso, quienes resucitaban muertos.
07:29 domingo 28 febrero, 2021
Lecturas en voz alta
Consta por el libro de los Hechos de los Apóstoles y por otros escritos del Nuevo Testamento que en el seno de las primeras comunidades cristianas los milagros eran cosas habituales. En ellas había, por ejemplo, quienes hablaban en lenguas; quienes profetizaban y tenían visiones; quienes curaban a los enfermos con sólo imponerles las manos e, incluso, quienes resucitaban muertos. Sin embargo, dado que eran muchos los que habían recibido estos carismas o poderes especiales, pronto empezó a cundir el malestar entre aquellos que, al parecer, no habían recibido ninguno. Los que no tenían visiones, ni profetizaban, ni resucitaban muertos, empezaron entonces a abrigar la sospecha de que tal vez la fe cristiana no era para ellos. Se sentían en la Iglesia inferiores, tristes, desanimados, cual si fueran discípulos de segunda categoría, o algo así. No faltaron quienes llegaron a escandalizarse de Dios por haber sido tan injusto en la repartición de sus dones. «¿Por qué ésos han recibido tanto y nosotros tan poco?», se preguntaban acongojados, y con razón. Por otro lado, no es nada absurdo pensar que los detentadores de tales carismas, aunque sólo fuera inconscientemente, se sintieran un poquitín superiores a los demás, pensando, quizá, que eran más amados por Dios que los otros, o que estaban hechos de otra pasta. No digo que todos se hubieran dejado poseer por el orgullo y la vanidad, y ni siquiera que muchos, pero que más de alguno lo hizo es algo que puede inferirse fácilmente de la Escritura misma. Para ejemplificar lo que pudo haber ocurrido con esos cristianos privilegiados, refiero ahora la siguiente historia. Una vez platicaba yo con un famoso predicador itinerante cuyas charlas admiraba y cuyos casetes compraba con regularidad; como había terminado una de sus magistrales intervenciones y abandonaba el local, nada se me hizo más fácil que ir a felicitarlo: al fin y al cabo, los dos éramos, por decirlo así, soldados del mismo ejército. Así pues, mientras le decía cuánta admiración suscitaba en mí su elocuencia, y cuánta fineza de espíritu dejaba entrever en sus interpretaciones bíblicas, alguien se le acercó para decirle: -Oye, Fulano, recuerda que no debes platicar con cualquiera, pues debes cuidar tu voz. Sentí como si, en medio de una tormenta, me hubiera alcanzado un rayo, o como si hubiese tocado por descuido un cable de alta tensión. El diálogo acabó en aquel momento; el predicador pidió disculpas por tener que marcharse, y desde entonces no he vuelto ni por equivocación a comprar un casete suyo. ¡Si así sucedía con aquellos hombres milagrosos, ya me imagino lo que sentirían los nada milagrosos como yo! -¡Cómo, padre! ¿Dios no le ha dado a usted el don de lenguas?, me preguntó una vez una mujer. ¡Apenas puedo creerlo! ¿No tendrá usted, tal vez, un pecado oculto que no haya confesado? ¡En nuestra comunidad casi todos lo hemos recibido! -Pues yo no –dije visiblemente molesto. -Pídalo, pídalo usted. Tal vez Dios se lo dé algún día. Yo oía a esta mujer casi con rabia. Y en ese momento hasta llegué a preguntarme: «De veras, ¿por qué el Señor no me ha dado nada de esto?». Era esa misma rabia que debieron sentir los primeros cristianos cuando veían hacer milagros a todo el mundo. El peligro que acechaba a algunas de las primeras comunidades era, pues, el de la división entre los carismáticos y los desposeídos, entre los hombres y mujeres ungidos por el poder de Dios, y aquellos que no habían recibido nada visible ni fuera de lo ordinario. Ahora bien, cuando San Pablo descubre que los ánimos se hallaban oscurecidos y que esa tristeza podía llevar a una división todavía mayor, inmediatamente se puso manos a la obra escribiendo una carta en la que decía lo siguiente: «Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, y me faltara el amor, no sería más que bronce que resuena y campana que toca. Si yo tuviera el don de profecía y tuviera tanta fe como para trasladar los montes, pero me faltara el amor, nada soy. Si reparto todo lo que poseo a los pobres, y si entrego hasta mi propio cuerpo, pero no con amor, sino para recibir alabanzas, de nada me sirve. El amor es paciente, servicial y sin envidia. No quiere aparentar ni se hace el importante. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés. El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona... El amor nunca pasará» (1 Corintios 13, 1-8). ¡Con qué emoción recibirían los cristianos ordinarios aquella bendita carta! ¡Cómo la leerían y la volverían a leer! Con palabras sumamente sencillas, el apóstol había puesto en claro qué era lo mejor y más importante en el seguimiento de Jesucristo: el amor. El que ama, no tiene por qué querer ver visones, o profetizar, o hablar en lenguas: si ama, ya ha realizado el mayor de los milagros. Desde esta perspectiva consoladora, decir una palabra amable es mucho mejor que hablar lenguas que nadie entiende; perdonar las ofensas, mucho más que aventurar profecías; ser cordiales y cálidos, mucho más que tener visiones, y curar la soledad de otro mucho más que resucitar a un muerto. ¿Pero es que amar a una persona no es ya, de alguna manera, resucitarla?