Vínculo copiado
Juan Jesús Priego
16:48 lunes 4 septiembre, 2017
Lecturas en voz altaEn su Anatomía de la melancolía (obra que vio la luz por vez primera en 1621), Robert Burton cuenta la historia de una mujer que creía haberse tragado una serpiente. Ahora bien, como ésta era una cosa altamente improbable (¿quién en su sano juicio hubiera podido hacer algo semejante?), el médico que la atendía llegó a la conclusión de que la mujer no estaba muy en sus cabales que digamos, y, para curarla, ideó la siguiente estratagema: primero la hizo tomar un vomitivo; luego, sin que ella lo advirtiera, colocó una serpiente muerta en el fondo de un bacín, diciéndole: «He ahí el tremendo bicho que tanto la atormentaba, mi estimada señora». Cuando la mujer vio que el animal se hallaba por fin fuera de su cuerpo, se sintió aliviada. ¡Excelente terapia!
Otro caso curioso contado por el mismo Burton es el de un caballero de Siena que tenía miedo de ir al baño, pues creía que, en cuanto lo hiciera, la ciudad se ahogaría en el río de sus orines. Aunque la vejiga estaba a punto de estallarle, el caballero se contenía estoicamente. Para curarlo, otro médico, tanto o más ingenioso que el anterior, mandó tocar las campanas de una iglesia vecina y dijo al enfermo en tono gravísimo que Siena se consumía en ese momento bajo las llamas y que únicamente él podía salvarla, si quisiera. Ante advertencia tan severa, el enfermo accedió a orinar, y si no salvó a Siena de las llamas, sí salvó por lo menos su estropeada vejiga.
Estos ejemplos muestran con bastante claridad que los médicos del pasado no eran tan ingenuos como a algunos les gustaría creer. Sin embargo, la curación no siempre es tan sencilla, como demuestra este otro caso tomado de la vida real:
Un hombre se quejaba constantemente de un fuerte dolor de estómago. «¿Sabes? –le dijo un día a su mujer-, me da la impresión de lo que tengo adentro es un gato». La esposa le dijo que eso no era posible y que lo mejor que podía hacer era ir a consultar a un gastroenterólogo lo antes posible. Pero el hombre persistió en su idea. Sí, lo que lo arañaba por dentro era un gato, un enorme gato de afiladas uñas.
«Esto ya no es asunto del gastroenterólogo, sino del psiquíatra», pensó la mujer, terriblemente afligida. Y a partir de entonces todos sus esfuerzos se concentraron en convencer a su esposo de que tenía que someterse a uno de esos inofensivos tratamientos psicológicos que a la larga no le podían hacer más que bien. Tras diez mil ruegos, el marido accedió a ir por fin a una clínica neurológica.
-¿Qué es lo sentimos? –preguntó el psiquíatra, utilizando la aborrecible retórica de su profesión.
-Lo que sentimos, doctor –respondió el hombre-, son unos terribles arañazos provocados por un gato que llevamos dentro.
El especialista se le quedó mirando en actitud extrañada. Y, tras quedarse pensativo durante unos instantes, dijo en tono confidencial:
-Sí, es probable que se trate efectivamente de un gato. En todo caso, no es ésta la primera vez que le sucede a alguien una cosa semejante.
-¿Es, digamos, una enfermedad común?
-¡Más común de lo que usted se imagina, mi estimado amigo!
-Me aterra pensar que dentro de mí pudiera también haber ratones, doctor, pues, de no ser así, ¿a qué diablos se habría metido el gato? –dijo el hombre casi llorando de pesar.
El psiquiatra hizo abrir la boca a su paciente, le examinó la garganta con una lamparilla y dijo con solemnidad: «En efecto, amigo mío, anda por ahí un gato de respetables dimensiones: acabo de verle la punta de la cola. ¡Ah, pero no se preocupe usted, que yo me encargaré de que salga pronto de ahí! Si le parece bien, mañana mismo, a las diez, procederemos a realizar la operación».
-Me parece bien –dijo el paciente.
Al día siguiente, el psiquíatra lo anestesió, simuló una operación complicadísima, mandó que a un muchacho del barrio que le trajera un gato callejero, le torció la cabeza, y tan pronto como el enfermo volvió en sí, le dijo gritando de alborozo:
-He aquí el gato que tanto lo molestaba, querido amigo. De ahora en adelante podrá usted vivir en paz.
El paciente miró el gato detenidamente; finalmente dijo con desilusión:
-Lo siento mucho, doctor, pero el gato que usted me muestra es negro, y el que a mí molesta adentro es gris.
¡Para amargarnos la vida, los humanos somos unos expertos! Nos ahogamos en vasos de agua. Una vez, según cuenta el doctor M. Scott Peck en su libro La nueva psicología del amor, una mujer que acababa de intentar suicidarse fue a verlo a su consultorio y le confió: «Intenté matarme porque no soporto vivir en esta maldita isla» (se trataba de la isla de Okinawa, donde ambos, médico y paciente, residían por entonces). «¿Por qué es tan doloroso vivir en Okinawa?» –le preguntó el doctor-. «Aquí no tengo amigos. Estoy siempre sola» –respondió sollozando la mujer-. «Eso es malo. ¿Por qué no ha hecho amistades?». «Tengo que vivir en una urbanización de Okinawa donde ninguno de mis vecinos habla inglés». «¿Por qué no va a la zona residencial norteamericana o al club de mujeres para entablar alguna relación?» –insistió el médico-. «Porque mi marido se lleva el coche para ir al trabajo». «¿Y no podría llevarlo usted misma al trabajo, puesto que está sola durante todo el día y se aburre?» –siguió insistiendo el doctor-. «Es un coche con el cambio de marcha manual, y yo no sé conducirlo; sólo sé conducir los que tienen caja automática». «Pues podría aprender a conducirlo». «¿En estas carreteras? –gritó indignada la mujer-, ¿es que quiere que me mate?».
En lo dicho: con algunos no hay remedio. Pero si hay alguna conclusión que sacar de estas historias, que las saque el lector, que yo con habérselas contado me doy por satisfecho.