Vínculo copiado
A este estadio había venido alguna vez cuando era joven. Y me puse a recordar los rostros y los nombres de mis amigos de aquel tiempo
00:04 domingo 22 octubre, 2023
Lecturas en voz altaCuando el semáforo cambió a verde, di vuelta a la izquierda y entonces descubrí que era verdad lo que acababan de decirme: que demolían el viejo estadio de fútbol para construir, en su lugar, un gimnasio de dimensiones colosales. Busqué un sitio para estacionarme y seguí paso a paso, durante poco más de media hora, las obras de demolición. A este estadio había venido alguna vez cuando era joven. Y me puse a recordar los rostros y los nombres de mis amigos de aquel tiempo. Ellos ya no estaban conmigo -¿a dónde se habían ido, a qué mundo?-, pero, a partir de ahora, el estadio tampoco estaba ya. Allí había ido a comprar mi primer auto un domingo en que de pronto, hacia las tres de la tarde, comenzó a llover. Recuerdo que aquella vez me acompañaba mi padre, cuando aún no usaba bastón y se movía con agilidad. Mi segundo carro también lo compré allí, y esta vez me acompañaba un amigo que se ha ido lejos, y al que nunca más he vuelto a ver. Cuarenta minutos duró la contemplación de aquel horror, y luego, lanzando un hondo suspiro, puse en marcha el motor y abandoné el lugar. Todo ese día anduve como atontado, nostálgico en una palabra, pensando en cómo, mientras uno se ocupa en vivir, se van perdiendo los lugares, los puntos referenciales, los escenarios del alma. Quizá sea por esto que les resulta tan difícil a los viejos adaptarse a este mundo: porque ya nada les recuerda nada. Todo ha sido destruido y levantado otra vez, pero los nuevos edificios apenas los conmueven, pues ya no guardan los ecos de su voz, ni en sus pasillos resuenan las pisadas de otros tiempos. Una vez, hace unos años, celebré la Misa en una fábrica que al día siguiente iba a ser demolida para construir en su lugar una moderna plaza comercial. Los trabajadores más jóvenes se mostraban indiferentes, como si en realidad no hubiesen estado esperando otra cosa. ¡Ah, les atraía tanto la idea de trabajar en otro local, bajo otros cielos! Pero los viejos no: ellos no dejaban de llorar y se secaban las lágrimas con vergüenza y discreción. Para éstos era difícil dejar un lugar que había sido su segundo hogar durante más de medio siglo… Cuando vienen a mí esposos con problemas y me cuentan las dificultades que tienen que afrontar para seguir juntos, casi siempre les pido que vuelvan a los lugares en los que se conocieron, allí donde acaso se dirigieron la primera mirada o se dieron el primer beso. Y me gusta hacerlo así porque toda persona y todo amor –como toda religión- tienen sus santos lugares, y volviendo a ellos las almas sanan sus heridas gracias al poder de los bellos recuerdos. Difícilmente dos personas que en verdad se amaron continuarán enojados o resentidos si vuelven a los lugares en los que nació su amor. Pero, ¿qué pasa cuando dichos lugares ya no existen? Que el alma experimenta una enorme pérdida. El mundo, entonces, se desencanta y la ciudad pierde todo poder evocador: se convierte en un lugar chato, sin recuerdos y sin memoria. Cuando tenía yo 16 años y salía del colegio, iba casi siempre con mis amigos a platicar a una fuente de sodas en la que reíamos, conversábamos y éramos felices. Pero hoy, veinte años después, dicha fuente ha dejado de existir para hacerle sitio a una lavandería que ya no me dice nada. Si el lugar se mantuviese como era hace veinte años, yo atravesaría por el frente a paso lento, lanzando hacia el interior furtivas miradas; pero como allí no hay ya nada de lo que antes había, el local me deja indiferente: ni siquiera aminoro la marcha cuando paso por él. «Todo lo viejo, lo rancio, lo inútil tendrá que desaparecer. Habrá que talar el jardín de los cerezos», dice Lopajon con voz autoritaria en una pieza teatral de Antón Chéjov (1860-1904). ¿Qué le importan a este señor los secretos que guarda el jardín de los cerezos?, ¿qué le van o qué le vienen las historias que custodian sus ramas y lo que callan las sombras de sus árboles? Hay que talar el jardín de los cerezos para construir un bello edificio, un cine, un estadio, un centro comercial, lo que sea. Destruir lo vejo es caminar hacia adelante, dicen los jóvenes. Sin embargo, también es bueno, a veces, mirar hacia atrás. Para rescatar del olvido voces, palabras y canciones que han dado sentido a nuestra vida y ahora ya no hay quien las pronuncie ni quiera cantarlas. ¿Ha leído usted Cuando silbo…, la bellísima novela de Shusaku Endo (1923-1996), el escritor japonés? Cuando, después de treinta años de ausencia, el señor Ozu vuelve a su querida Escuela Secundaria de Nada, ¿qué es lo que encuentra? Que nada está en su sitio, que todo ha sido cambiado. Él quería emprender una peregrinación a los lugares santos de su juventud, deseaba ver con sus propios ojos lo que quedaba de aquel viejo edificio en el que había sido feliz sin saberlo. Pero, cuando llegó allá, en la ciudad de Kansai, pudo comprobar que la Escuela Secundaria era ahora era un edificio completamente nuevo y ya no pudo reconocerlo. El taxista que lo llevaba se le quedó mirando, y como era de la misma edad que él, se atrevió a decirle:
«-Los tiempos han cambiado, usted sabe…
«-Sí –murmuró el señor Ozu-, los tiempos han cambiado». Quiso visitar también la casa en la que vivía Aiko, la amada imposible, cuando acudía a la escuela de niñas, pero tampoco esta casa existía ya. «La casa alrededor de la cual vagaron él y Flatfish había desaparecido. En su lugar se erguía un edificio blanco de departamentos». ¿Quedaba algo de los tiempos de su juventud? Nada. Literalmente, aquel mundo había desaparecido: no existía más. El día en que todos los jardines de cerezos hayan sido talados, ese día moriremos también nosotros. Porque no es posible vivir sin lugares y sin aquello que éstos custodiaban como un tesoro. Porque, para decirlo de una vez, no es posible vivir sin el recuerdo de nuestras felicidades pasadas.