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Los Diálogos de Platón, ¿son verdaderos diálogos?...
10:37 domingo 16 julio, 2023
ColaboradoresLos Diálogos de Platón, ¿son verdaderos diálogos? Hay quien dice que no, que en realidad son monólogos a veces interrumpidos para causar cierto efecto o para introducir en ellos el elemento dramático, pero nada más. Un amigo mío me decía hace poco, mientras discutíamos sobre este asunto: -En los Diálogos de Platón, mi querido Priego (nadie en este mundo me ha llamado nunca por mi nombre, salvo mi padre y mis hermanos; de ahí en fuera, y desde los lejanos tiempos de la primaria, todo mundo me ha llamado por mi apellido: ¿por qué será?)... ¡Pero no me interrumpas con esa mirada ausente! Te decía que en los Diálogos de Platón los interlocutores en realidad no existen, y lo que parece ser una réplica o una objeción no es más que una parada técnica, o bien una especie de dique cuya único objetivo pareciera ser el de administrar con prudencia el torrente de las palabras del maestro. ¡Los Monólogos de Platón! Este título, en su caso, sería mucho más justo y sensato. ¿Es verdad esto? Pudiera ser. En todo, no seré yo quien haga un juicio semejante: mis competencias filosóficas no dan para tanto. Y ni falta que me hacen, pues no es de esto de lo que quiero hablar, es decir, no del diálogo filosófico, sino del común y corriente, ese que entablamos no para probar una tesis, sino únicamente para estar y compartir: ese diálogo sabroso que tiene lugar todos los días a la sombra fresca de un café o en cualquier otro lugar donde los hombres suelen reunirse con el único afán de hablar de lo que les viene en gana. Veamos a dos seres que conversan: uno calla mientras el otro escucha, y, a un cierto punto, aquél que sólo escuchaba se pone a hablar mientras el otro guarda un profundo silencio. Por supuesto, hay quienes mientras su interlocutor habla están con la mente ocupada pensando en lo que van a decir a continuación, o mirando discretamente su reloj, pero eso no es diálogo auténtico, sino farsa y mera simulación. Hablar, escuchar; escuchar, hablar: si a estos dos verbos agregamos el calificativo apasionadamente, entonces tendremos, ahora sí, el diálogo verdadero. Todo diálogo presupone entre aquellos que lo entablan una cierta igualdad. Con un rey, por ejemplo, no se dialoga; a lo más, sólo se le informa o se le alaba. Pero ante un perro o un gato tampoco es posible dar muchas explicaciones: basta con silbarles o simplemente hacerles una mueca para que se esté quietos. Dialogar sólo pueden los que, considerándose iguales, entregan a otro su mundo interior en forma de palabras para que éste las reciba y les haga un lugar en su inteligencia o en su corazón. «No le hables a ese niño», dice la madre a su hijo menor mientras señala con el dedo una silueta pequeña y lejana. ¿Qué es lo que en realidad ha querido decir esta mujer? Que, puesto que su hijo es superior, no debe éste prodigar sus palabras con cualquiera. ¿Y a qué estratagema recurren casi siempre los que gustan darse aires de superioridad? A la estratagema del mutismo. No hablan, dando a entender que si lo hicieran se rebajarían. Una vez me tocó comer con gente así. Yo les preguntaba algo y ellos me respondían con monosílabos. Les decía, por ejemplo: «Este verano promete ser mucho más caluroso que los anteriores, y, según dicen los estudiosos del tiempo, cada vez los veranos serán más calurosos...». -Sí –respondían, pero más al viento que a mí, y como pidiendo que los dejara en paz. Luego otra vez yo: «En San Luis Potosí nunca había experimentado yo calores semejantes. Cuando era niño, por ejemplo, incluso durante los meses de julio y agosto»… -Sí. Por suerte sonó mi celular en ese preciso instante –era una parienta que sólo quería saludarme- y yo me disculpé diciendo que algo muy grave acababa de suceder y que tenía que marcharme cuanto antes. «Se trata, en realidad, de una cuestión de vida o muerte –dije adoptando una pose alarmada-. Qué pena que tenga que irme precisamente ahora, pero no me queda otro remedio. ¡Ha sido un placer haber estado con ustedes, señores!». ¡Y qué alivio sentí al poder respirar de nuevo, ya en la calle, el vientecillo fresco de la libertad! «Dialogar –dice Jean Lacroix (1900-1986)- es comprometerse a pronunciar palabras que tengan sentido. La palabra humana posee un lado sacrificial; significa que no hay palabras auténticas sin un cierto anonadamiento, una muerte de sí mismo y una ofrenda a los demás. Lo que exactamente hay de ascetismo, de sacrificio y de mortificación en el diálogo es que supone un fracaso para nuestra voluntad de poder. Renuncia a la categoría de triunfo. El hombre que dialoga es más aquél que sabe escuchar que aquél que sabe hablar». El filósofo francés tiene razón: dialogar es en cierto sentido sacrificarse, pues equivale a cederle al otro la palabra y ponernos a escucharlo justo cuando queríamos llevar nosotros la voz cantante. El dictador que hay en cada uno de nosotros quisiera hacerse oír todo el tiempo, pero entonces no le queda más remedio que callar. El otro, con su palabra, hiere en el corazón a nuestro caudillo interior y lo obliga a acatar, a tensar el oído y ponerse en la actitud de los humildes. Pero callarse uno y dejar que el otro hable indefinidamente es exponerse a que tome el puesto al que nosotros habíamos renunciado y se convierta en un tirano él también. De modo que entonces lo interrumpimos y volvemos a hablar, obligándolo a que ahora nos escuche él. Y así sucesivamente. El diálogo verdadero no tiene fin; no existen diálogos terminados, existen solamente diálogos interrumpidos. De saberlo practicar, el diálogo nos enseñaría muchas cosas; por lo pronto, nos enseñaría a escuchar y a ponernos en nuestro sitio para que no nos creamos más de lo que somos, pero tampoco menos. Es una escuela de democracia y, por supuesto –como sostiene Lacroix- de humildad y de ascetismo.