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Juan Jesús Priego
00:03 domingo 26 noviembre, 2023
ColaboradoresHe aquí lo que, en uno de sus libros, escribió una vez el novelista estadounidense Charles Bukowski (1920-1994): «No son las cosas importantes las que llevan a un hombre al manicomio. Está preparado para la muerte, para el asesinato, para el incesto, el robo, el incendio, la inundación. No, es la serie continua de pequeñas tragedias lo que lleva al hombre al manicomio. No es la muerte de su amor, sino el cordón del zapato que se rompe cuando tiene prisa». ¿Será de veras así? ¿Tiene razón Bukowski, ese escritor maldito, cuando dice que no son las catástrofes de la vida las que hacen enloquecer a los hombres, sino los incidentes menudos; no las tragedias, sino las contrariedades; no las decepciones, sino los pequeños disgustos cotidianos? Si quieres volver loco a un hombre –parece querer decir-, no es necesario que lo expongas a las olas de un mar embravecido: basta con que dejes caer sobre su cabeza repetidamente, durante días y noches, pequeñas e inofensivas gotas de agua… ¡Ah, el poder de las pequeñas cosas! En Hable con ella, para mi gusto la mejor película de Pedro Almodóvar, aparece una mujer, Lydia, que en los días de corrida torea como un hombre en el ruedo, pero que ya en su casa literalmente se desmaya al ver de repente una cucaracha o un ratón. Los toros la hacen avanzar hacia ellos con coraje y valentía (sus cuernos afilados no consiguen detenerla), pero que no aparezca en su cuarto un pobre e inofensivo ciempiés porque entonces esta misma mujer que tan osada parecía echará a correr despavorida echando espumarajos por la boca. ¿Qué quiere usted? Los humanos somos así: extraños, raros, impredecibles. Caras vemos, miedos no sabemos. Albert Camus (1913-1960), por lo demás, es del mismo parecer que Charles Bukowski: no son las grandes cosas las que al final acaban haciéndonos desesperar de la vida, sino las minúsculas, esas de las que en apariencia podemos prescindir porque creemos que no son, después de todo, tan importantes. Escribió así el filósofo francés en El mito de Sísifo: «Hay muchas causas para un suicidio, pero de una manera general las más aparentes no han sido nunca las más eficaces. Raramente se suicida uno por reflexión. Lo que provoca la crisis es siempre incontrolable. Los periódicos hablan a menudo de pesares íntimos o de enfermedad incurable. Estas explicaciones son valederas. Pero antes habría que ver si ese día un amigo del desesperado no le ha hablado en un tono de indiferencia. Ése es el culpable. Pues eso puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los agotamientos todavía en suspenso». Si le habló el amigo con un tono de indiferencia –añadiremos nosotros, o si sencillamente no le habló: con eso basta para que un hombre desespere y le
vengan unas ganas infinitas de multiplicarse por cero o simplemente desaparecer. Según Camus, pues, un hombre puede sufrir una derrota amorosa y permanecer en pie; padecer el cáncer más agresivo y mantenerse derecho como un árbol. ¡Ah, pero que no le hable su mejor amigo con un dejo de ironía o con un tono de reproche porque entonces sí que acabará todo para él! Una sola palabra mal dicha, una frase pronunciada con desatención pueden ser suficientes para hundirlo en la más negra de las noches. El mismo Camus, en otra de sus obras –ahora se trata de La caída- vuelve a tocar este asunto -¡tan delicado!- de las omisiones, y dice así por boca de Jean Baptiste-Clemence, el personaje único de este monólogo admirable en más de un sentido: «Y, sobre todo, no vaya a creer usted que sus amigos le telefonearán todos los días, como debieran hacerlo, para saber si no es precisamente esa la noche en que usted decidió suicidarse, o sencillamente si no tiene necesidad de compañía, si no se dispone a salir. Pero no, si los amigos telefonean, tenga usted la seguridad de ello, lo hacen en la noche en que usted no está solo y en que la vida le parece hermosa». Ah, los amigos nunca llaman cuando deberían hacerlo; entre más uno los espera, ellos menos aparecen. ¿Dónde están y, sobre todo, qué hacen sin nosotros? «¿Duermen?», preguntó Jesús a sus discípulos poco antes de que vinieran a aprehenderlo los soldados del Templo. Él sudaba sangre, sentía una angustia de muerte, pero sus amigos estaban lejos, muy lejos de él. «¿Duermen?», les vuelve a preguntar. Sí, dormían, es decir, lo abandonaban. ¡Si por lo menos hubiera podido contar con ellos en aquel momento! Pero la verdad es que no pudo contar con ellos, ni con nadie de este mundo. «Me muero de tristeza: quédense aquí y estén en vela», les había dicho unos minutos antes, mas a los discípulos aquella angustiada súplica les entró por una oreja y les salió por la otra. «¿Estás durmiendo, Simón? ¿No has podido velar ni siquiera una hora?». Y luego, profundamente desesperado: «¿Así que durmiendo y descansando? ¡Basta ya, ha llegado la hora!» (Cf. Marcos 14, 32-42).
Sí, los amigos casi nunca suelen estar cuando más nos hacen falta: justo en ese momento o no están o están dormidos. ¿Tendrá razón Bukowski, estará en lo cierto Camus? Por si las dudas, no se olvide usted de sus amigos. Hábleles, véalos, visítelos, porque es un deber de la amistad hacer todo esto; hágaseles presente cuando intuya que lo necesitan, e incluso cuando aparenten no necesitarlo: uno nunca sabe. Que vean que usted no los olvida, que no se duerme en sus laureles. Sí, ya sé: está usted muy ocupado y casi no tiene tiempo para los deberes de la amistad. No importa: hágalo de todas maneras. Le juro que no se arrepentirá. Aprenda usted este arte difícil que consiste en no descuidar a los que ama. No sea que, en verdad, las pequeñas cosas sean tan importantes como aquí ha quedado dicho y tenga usted que lamentarse luego de lo que pudo hacer y no nunca hizo.