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La intención de Tanizaki no es regresar a un paraíso perdido, es volver a refinar la percepción
00:02 martes 27 mayo, 2025
ColaboradoresNo toda defensa del pasado es reaccionaria. Hay un conservadurismo que no ansía echar en reversa las ruedas del cambio histórico, sino acaso procurar que no avancen tan rápido y no destruyan indiscriminadamente todo lo que encuentran a su paso. “Elogio de la sombra” (Siruela, 2024), ensayo personal publicado hace casi un siglo, es un primoroso ejemplo de esa escuela de pensamiento.
La escritura de Junichiro Tanizaki (Tokio, 1886-1965) combina una elegante subjetividad personal y un vasto conocimiento de la cultura tradicional japonesa. El resultado es un texto que, de prisa, puede parecer un reproche nostálgico sobre la occidentalización de Japón pero que, leído más despacio, es otra cosa: una conmovedora meditación sobre el valor de la sombra en la historia, en las artes, en la educación sentimental, en fin, en esa sensibilidad poética tan propia, tan única, de lo que Herder hubiera llamado el “genio nacional” de los japoneses.
Lo de Tanizaki no es una épica (a la de Joseph de Maistre) de la oscuridad sino, más bien, una estética (a la John Ruskin) de la penumbra. La sombra que admira no es un argumento, es una atmósfera; no es la opacidad total e insondable, es el matiz y la contención; la suya es una sombra que no representa la negación dogmática de la luz sino la discreta voluntad de modularla.
El brillo y el calor de las lámparas eléctricas lo irritan, prefiere las velas. Las pantallas de papel le parecen más amables que las ventanas de vidrio. El baño japonés, con su humedad tibia de madera vieja, le resulta mucho más agradable que el reluciente mosaico de cualquier cuarto de aseo occidental. Está convencido de que el resplandor de las lacas es mejor al contacto de un reflejo fugaz que bajo una iluminación constante. La luz directa ofende sus sentidos; la indirecta los inspira. Y así, paso a paso, Tanizaki va desplegando una manera de habitar el mundo donde la belleza no se afirma soberana, se insinúa sutilmente.
Hay algo en su estilo —una mezcla de melancolía, precisión y cortesía— que convierte cada frase en una invitación tan silenciosa como persuasiva. No lamenta las comodidades de la modernidad, quiere rescatar cierta delicadeza ancestral que se pierde cuando todo queda demasiado expuesto. Su intención no es regresar a un paraíso perdido sino volver a refinar la percepción.
Escrito en una época en la que Japón cayó en los tentáculos del ultranacionalismo tras un muy disruptivo –de tan acelerado– proceso de modernización, la vigencia de este elogio hoy en día permanece intacta: en el culto acrítico a la novedad hay una pérdida de la que deberíamos tratar de rescatarnos. No todo lo viejo es anacrónico, no todo lo estimable tiene que ser actual, no todo lo que brilla es oro. Sin luz no se puede ver nada, pero demasiada luz nos ciega.
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@carlosbravoreg