Vínculo copiado
Si tan solo el discurso fuera distinto
00:10 viernes 14 noviembre, 2025
Colaboradores
En México nos hemos acostumbrado a hablar desde las heridas abiertas. Heridas que nunca cierran y que regresan una y otra vez bajo el mismo rostro: la muerte. La de personajes públicos, sí, pero sobre todo la de ciudadanos comunes, que es la más injusta y la más hiriente. La Universidad Autónoma de San Luis Potosí vivió otro episodio trágico esta semana: el asesinato de un estudiante de la Facultad de Estomatología en los alrededores de la Zona Universitaria. Entre el desaliento y la tristeza súbita, entre las versiones que circulan y el discurso de siempre por parte de las autoridades, lo único cierto es que seguimos respirando ese ambiente mortífero que se ha vuelto norma en el país. Un ambiente que enmudece a todos: a estudiantes, oficinistas, médicos, periodistas, ingenieros, taxistas, amas de casa, camioneros, comerciantes, inversionistas, enfermeros, maestras, empleados de supermercados, de la industria, de las agencias, de los bares, de las cafeterías, de todos los negocios que intentan sostener la vida cotidiana mientras la muerte avanza. En un país donde se reportaron 13 mil 106 personas desaparecidas en 2024, un número récord en la última década, según datos del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO). Y en ese mismo año, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) registró 33 mil 241 homicidios, lo que implica una tasa de 25.6 homicidios por cada 100 mil habitantes, también un máximo histórico. No es solo cuestión de números. Cada cifra representa vidas, familias, proyectos truncados. Como el de este estudiante de la UASLP, que hoy ya no está. Y no basta con reconocer que algunas cifras bajan, pues otras violencias, -las que duelen más, las que no se resuelven con estadísticas-, siguen creciendo. Si tan solo el discurso fuera distinto. Si nos dieran algo más que la cifra menos escandalosa; si alguno de los tantos que elegimos cada tres o seis años saliera a decir con honestidad: algo hay que hacer, porque algo definitivamente no está bien. Quizá eso mitigaría siquiera un poco el enojo de una sociedad que se siente demolida por la indiferencia ante una violencia que se mueve como un torbellino por todo el país. Quizá no hemos sabido enfrentarla. Rosa Montero escribió que “la muerte te arranca de ti mismo”, y no podría describirlo mejor: esa herida no solo es íntima, sino social; cada pérdida nos desordena, nos obliga a reconstruir lo que creíamos que éramos. Y en México, esa pérdida no es esporádica, es constante. Por eso “el duelo es un territorio extraño”: porque no salimos de él, lo cruzamos todos los días, como país, sin brújula ni acompañamiento institucional. Cada vez que el periódico abre con la muerte de uno, dos, diez o más ciudadanos, todos perdemos algo: la tranquilidad por nosotros y por los que amamos, sí, pero también la fe en una sociedad que se sostiene -en teoría- en justicia, en responsabilidad, en cuidado mutuo, y que en la práctica parece desdibujarse. Recordemos Tlatelolco en el 68, Rosendo Radilla, las masacres de Tlatlaya y Apatzingán, Ayotzinapa, Juárez, el Rancho Izaguirre, Carlos Manzo. La lista no es solo histórica, es el eco de un país que no ha aprendido a nombrar a sus muertos ni a proteger a sus vivos. Y sin embargo, no estamos derrotados. La sociedad sigue en pie. Se escucha ese murmullo de hartazgo, como chispas que revientan en las calles: la utopía de la justicia -esa que proponía Galeano- no ha muerto. ¿Y para qué sirve la utopía? Para caminar. Para marchar, incluso cuando el camino es de ausencias. Y es que en un país donde la ausencia fractura nuestra vida social, es preciso recordar lo que Rosa Montero dijo: “nombrar a nuestros muertos es la única manera de evitar que desaparezcan dos veces”. No basta con exigir cuentas al gobierno; como sociedad también debemos asumir nuestra responsabilidad. Cada pérdida que nos arrebatan nos desnuda un poco: nos quita un pedazo de humanidad. Nombrar, recordar y actuar. Escuchar el dolor ajeno. Reconocer la pérdida de otros. Apoyar a quienes buscan, acompañar en lo cotidiano. Así defendemos lo que aún nos queda. No estamos rotos: estamos cansados. Y un país cansado puede despertar de forma inesperada.